En el mundo de conquistas que creímos sólidas y perennes estamos viviendo una guerra. Aunque no se disparen misiles ni bombas. Aunque las trincheras sean más morales que físicas. Asistimos al derrumbe progresivo de un modelo que las luces de la razón diseñaron para, con todos sus defectos, hacer posible el equilibrio entre el control del poder y la garantía de nuestros derechos. Hoy ese sistema, que se basó en la alianza irrenunciable de justicia, democracia y bienestar, está siendo demolido con el cinismo propio de quienes, sin embargo, dicen actuar en nombre del interés general. La guerra que vivimos es, en definitiva, la de los más fuertes contra los más débiles. La que está socavando los cimientos que durante siglos han sostenido no sólo el menos malo de los sistemas posibles sino también, y sobre todo, el que ha permitido por primera vez en lo historia que el ser humano se convierta en sujeto autónomo y responsable, desde el entendimiento que la única felicidad posible es la política.
La singular trayectoria del periodista griego Kostas Kaxevanis refleja la lucha de quienes están resistiendo frente a la ofensiva. Aquellos que confían en que la libertad de información debe operar como límite al poder, político y económico, y que se sienten comprometidos en salvaguardar los espacios de libertad que nunca pensamos que nos podían ser arrebatados.
La paz no es simplemente la ausencia de guerra. La paz es la suma de condiciones sociales, políticas y económicas que hacen posible el bienestar de los individuos y la justicia. Una justicia que ha de ser no sólo distributiva sino también de reconocimiento y que ha de iluminar de forma preferente a todos aquellos cuya vulnerabilidad los sitúa casi en los márgenes del sistema. Hoy, sin embargo, ese foco apenas emite luz y avanza irreversible la oscuridad que alientan los que disparan al corazón mismo de la vieja Europa.
El premio Julio Anguita Parrado de este año ha reconocido en la figura de Kaxevanis no sólo la trayectoria personal y profesional de este periodista nacido en Lesbos, sino también la de todos los que luchan hoy, en condiciones profesionales extremadamente precarias, por que las voces no se callen. Las voces que se atreven a denunciar los nombres de los corruptos, de los insolidarios, de los que a veces en nombre de la patria nos clavan el puñal más certero. Los que están, de momento, ganando una batalla que nos hace cada día un poco más frágiles que el anterior.
Si como dice Ferrajoli, los derechos humanos son "la ley del más débil", Kostas representa el altavoz de esa ley. La que justo ahora no se está publicando en los boletines oficiales y que vemos grabada con la tinta escurridiza de las lágrimas en el rostro de todos los hombres y de todas las mujeres que están siendo víctimas de la ley de la selva. Esa que convierte a una minoría en lobos mientras que la mayoría nos refugiamos en la trinchera de la dignidad última que nos resistimos a perder.
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