DIARIO CÓRDOBA, 11-3-2013
La cocina de la abuela. Utensilios, olores, sonidos. El hambre saciada y los cuidados vertidos en una sopa, en una jarra de leche que sabe a plata, en el plato sin fondo de los sueños. Huele a vida pero también a muerte. La calavera irremediable y la ventana a la imposible. Vemos a la mujer que vuela, a la que se sabe tocada por lo divino, a la que entre cuatro paredes se siente única y no alcanza a entender las reglas de un mundo que ella no ha escrito. La sororidad que rebasa los siglos y que es como una cuerda que ata pero no asfixia. La piel oculta y los ojos intensos. La piedad.
Paseo por la iglesia de la Magdalena y me atraviesa la mirada de Marina Abramovic. Intento comprender su éxtasis y su cocido, el paraíso que cubre con faldas negras, las huidizas fronteras entre lo carnal y lo espiritual. La miro y me miro. Y entonces percibo el fin último de un arte que, sin necesidad de pseudointelectuales que lo interpreten, y para desgracia de los que añoran fotos de toreros y patios floridos, me araña por dentro y hasta me incomoda. Entro cogido de la mano en su cocina y, con ella, lo hago a través de otras muchas mujeres que han tapado y tapan su rostro con burkas que reciben distintos nombres. Esclavitudes que sostiene la universalidad masculina. Así entiendo mejor que nunca su heroicidad, su anónima presencia y la batalla de la historia, incluso la necesidad de dios como respuesta a un deseo que no tiene nombre. Carne y espíritu. La difícil conciliación de los dos caminos posibles de salvación. Autonomía y sujeción en lucha. Amor de dios y hambre de libertad. La historia de tantas mujeres que durante siglos no tuvieron más opciones de saltarse lo convenido que ser o santas o putas. Aguanta hija, aguanta. Amor de madre y caricia de confesionario.
La Magdalena cómplice mira desde lo alto de su columna dorada. Como una heroína del cine en blanco y negro, Veronica Lake o Katherine Hepburn vestidas con una túnica rasgada. Bienaventuradas las marginadas porque de ellas será el reino de los cielos. El cielo que promete lo que la tierra niega. Piedras sobre la adúltera y barrotes para la niña inquieta. Olor a santidad y sentimiento de culpa. La religión y el amor como opio de las mujeres. María Magdalena y Marina-Santa Teresa se reconocen entre sí su respectivo triunfo sobre un mundo de comisarios hombres irremediablemente arrodillados ante el poder del arte que hace añicos la virilidad.
Durante el diluvio, que no acaba en este largo invierno de ríos desbordados, me refugio en la Magdalena y celebro en silencio un 8 de marzo que se diluye ante la fuerza del agua sucia que nos aplasta. Mientras en las iglesias de la ciudad, los devotos besan las manos de Vírgenes niñas, en la Magdalena el arte nos regala la oportunidad de alcanzar el cielo, ese que tantas mujeres han intentado alcanzar desde una cocina propia en la que un soplo divino les permitía elevarse por encima de los cachorros. La magia que sólo ellas controlan. Bruja, más que bruja, cómo se te ocurre mirar los libros que custodian hombres con batas blancas.
Teresa, María, Marina y su abuela. Después del diluvio, en esta Córdoba de castas y de angostas libertades, de baba de caracol que lo hace todo más lento y pegajoso, y mientras los cardenales buscan un nuevo patriarca, la belleza y la espiritualidad huelen a cocina y a melena libertaria de heroína que se resiste a tener que empuñar una espada. Madres que lloran la pérdida de sus hijos en las guerras.
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