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Mostrando entradas de octubre, 2020

ALMODÓVAR Y LA VOZ HUMANA DE LAS MUJERES

  La mujer abandonada, la madre entregada, la amante despechada, la Penélope que espera a su Ulises, la callada violada, la enamorada como vaca sin cencerro, la amada atada a la pata de la cama. Todos y cada uno de los que Marcela Lagarde denominó cautiverios de las mujeres se encuentran en la filmografía de Pedro Almodóvar. Un cineasta que, en su momento, rompió con determinadas inercias y, sobre todo, fue capaz de colorear una sociedad tan sombría como la española, pero que, sin embargo, ha sido más bien conservador en su mirada sobre las que siempre han sido las grandes protagonistas de sus películas. Y no porque en ellas no existan algunos personajes femeninos rebeldes o que en su época rompieron moldes, sino porque en el contexto de toda una obra, pero sobre todo, en la relación de ellas con los hombres es más que evidente que el manchego todavía no ha asesinado a Rousseau. Unos hombres que en la mayoría de los casos, salvo en las excepcionales   La mala educación   o   Dolor y gl

AMPARO RUBIALES: La utopía y la ternura.

Desde hace no muchos años en mi vida hay tres Amparos. La primera es mi bisabuela, que nos dejó hace ya algunos años, pero que sigue estando presente como una de esos libros antiguos que tienes detrás de otros muchos, casi perdido en la estantería, pero que de vez en cuando te gusta cogerlo y pasar los dedos por sus páginas, como si fuera una caricia. Nada hay más placentero que esa rara sensación de polvo y memoria que se queda en las manos y que como si fuera un perfume te acompaña durante un buen rato. La segunda, y obviamente la más importante, es mi madre, la lectora voraz y la mujer araña que todavía hoy, en la distancia del tiempo y los kilómetros, continúa cada día tejiendo esa especie de bufanda interminable con la que siempre quiso abrigar a sus hijos. La tercera, y la que llegó más tarde a mis días, es Amparo Rubiales, una de esas afinidades electivas que me ha regalado el feminismo, y que se ha convertido en poco pero intenso tiempo en una de las ventanas de mis días. A la

LOS HOMBRES QUE LEEN A MUJERES

 S iempre que me preguntan cómo los hombres deberíamos iniciar el proceso de transformación que nos lleve a superar el machito que llevamos dentro insisto en una tarea esencial: tenemos que escuchar más a las mujeres, reconocerles su autoridad como pensadoras y creadoras, entablar con ellas diálogos desde la equivalencia. Es decir, tenemos que ser militantes en la superación del mandato de silencio con el que el patriarcado condenó a las mujeres a la servidumbre y a un estatus devaluado de ciudadanía. Y para ello, los hombres tenemos que desaprender lo que nos enseñó Telémaco y lo que tantos dioses, terrenales o no, han marcado en nuestra memoria de seres privilegiados y aparentemente autosuficientes.  Es imposible tener conciencia de género, que es el primer paso para convertirnos en hombres igualitarios, si no ampliamos nuestra visión del mundo e incorporamos a ella lo que han vivido y sufrido nuestras compañeras, lo que han aportado al pensamiento, lo que han peleado y lo que han sa

LA EXTINCIÓN DE LA MASCULINIDAD: Apuntes alarmados sobre el machismo en la era COVID.

  Los hombres seguimos hablando demasiado. Ocupamos casi todo el espacio público y apenas nos hemos incorporado, tímidamente y sin renunciar a una nuestra capa de superhéroes, al privado. Nuestra voz sigue siendo la dominante. Ni siquiera creo que la experiencia del confinamiento vivido durante la pandemia provocada por el coronavirus nos haya convertido en esos impolutos cuidadores que parecieran sacados de una revista de moda. Además, parece que ahora es cool cuestionar todo aquello por lo que el feminismo lleva siglos batallando. No son pocos los colegas, intelectuales y no tanto, que aprovechan cualquier ocasión para censurar las reflexiones o propuestas que hacen que se tambalee su lugar privilegiado. Los estribillos se repiten y van calando. El feminismo es una exageración, las feministas son unas histéricas, qué mas queréis si vivimos en un mundo de iguales. Las tertulias, las redes sociales y cualquier conversación rutinaria, por más que ahora esté condicionada por las mascaril

TODA LA VIDA ES CINE

Una de las cosas que más eché en falta durante el confinamiento fueron las salas de cine, esos espacios en los que vivo una especie de liturgia laica. La que implica asomarte a una ventana inmensa y, al mismo tiempo, mirarte en un espejo en el que, como en la vida misma, es decir, entre la comedia y el drama, descubres esos rincones de ti mismo que nunca te habías atrevido a mirar. En las semanas que estuvimos recluidos, vi muchas películas y sobre todo muchas series. Seguí soñando y creciendo gracias a la pantalla mucho más pequeña del salón de mi casa. Pero esas imágenes, y esos sonidos, y esas palabras, y esas historias, de ninguna manera consiguieron remover mis emociones con la misma fuerza que lo hace una película vista en el lugar donde se debe ver. Porque soy de esos soñadores que, aun reconociendo el potencial que supone hoy acceder a cantidades a veces desmesuradas de productos audiovisuales por las más diversas vías, se empeña en seguir aferrado a ese ceremonial que aprendí

FALLING: LA MASCULINIDAD QUE SE DESPLOMA

  En los últimos años han sido muy frecuentes los relatos de escritores que tratan de alguna manera de cerrar heridas que tienen abiertas en la relación con sus padres. Con distinta fortuna e intencionalidad, autores como Manuel Vilas, Marcos Giralt Torrente,   Ricardo Menéndez Salmón, Héctor Abad Faciolince o Karl Ove Knausgard, nos han mostrado no solo las carencias   y las sombras de una relación siempre en la cuerda floja, con frecuencia forjada más sobre los silencios que sobre las palabras, sino también, y aunque ellos mismos no fueran conscientes, un retrato de una masculinidad, la suya, que se hace añicos y que se desmorona, de manera muy especial, cuando se mira en el espejo del padre. Sin embargo, y a diferencia de las narraciones mediante las que las mujeres saldan cuentas con su pasado familiar, hay en todos ellos una común complacencia, una suerte de heroísmo masculino que se resiste a dejar de ser, no tanto el peso de la culpa – tan femenino y machista-, sino más bien la