Los hombres seguimos hablando demasiado. Ocupamos casi todo el espacio público y apenas nos hemos incorporado, tímidamente y sin renunciar a una nuestra capa de superhéroes, al privado. Nuestra voz sigue siendo la dominante. Ni siquiera creo que la experiencia del confinamiento vivido durante la pandemia provocada por el coronavirus nos haya convertido en esos impolutos cuidadores que parecieran sacados de una revista de moda. Además, parece que ahora es cool cuestionar todo aquello por lo que el feminismo lleva siglos batallando. No son pocos los colegas, intelectuales y no tanto, que aprovechan cualquier ocasión para censurar las reflexiones o propuestas que hacen que se tambalee su lugar privilegiado. Los estribillos se repiten y van calando. El feminismo es una exageración, las feministas son unas histéricas, qué mas queréis si vivimos en un mundo de iguales. Las tertulias, las redes sociales y cualquier conversación rutinaria, por más que ahora esté condicionada por las mascarillas, empiezan a saturarse de un neomachismo que incluso se ve como atractivo y rompedor. Junto a los viejos dinosaurios, ahora proliferan los jóvenes que han hecho de las esencias patriarcales una bandera de rebeldía, por más que las enmascaren bajo una supuesta objetividad o con criterios supuestamente científicos que vienen a decirnos que los hombres somos de Marte y las mujeres de Venus. Ellos, que apenas leen a mujeres y que suelen tener en su mesilla de noche a sesudos varones, y que con facilidad encontramos en programas de radio, en columnas de opinión y no digamos en foros académicos, son la nueva avanzadilla del machismo de la era Covid. Tal vez más peligroso que el reaccionario que con tanta facilidad detectamos en personajes como Trump, Bolsonaro o Abascal. Ahora, junto a los hombres blancos cabreados, que tan bien analizó Michael Kimmel a principios de este siglo jodido, nos encontramos a los que de forma perversa dicen amar a las mujeres, pero, en el fondo, siguen sin reconocerlas ni amarlas como personas. Todos esos que, de boquilla, dicen escapar de la norma, pero, a la menor ocasión, saltan con sus oropeles de machos dominantes para poner bajo interrogantes cualquier dato que los ponga en desfiladero o frente al que carecen de argumentos para mantener el tipo.
Frente a ese doble frente, que en realidad no es más que el mismo revestido con ropajes distintos, me temo que los hombres que no comulgamos con esa fratría, o que como mínimo hemos empezado un proceso de revisión de lo que todos y cada uno llevamos en la mochila, no estamos siendo acertados ni suficientemente comprometidos en la búsqueda de alternativas. De entrada, no estamos sabiendo construir y difundir un discurso que rompa con el dominante, quizás porque inevitablemente esa ruptura pasa por dejar al descubierto las vergüenzas de nuestros privilegios, y eso es algo que a ningún poderoso le resulta atractivo. Además, con demasiada frecuencia nos limitamos a la teoría, muy especialmente si tenemos la oportunidad de lucirla en foros públicos, sin que haya una correspondencia clara y evidente con nuestras praxis cotidianas. Nos resulta más cómodo declararnos feministas que actuar como tales. A todo ello habría que sumar tantos silencios cómplices y demasiadas omisiones con las que contribuimos a que el machismo siga campando a sus anchas en nuestro lugar de trabajo, en nuestro vecindario o en nuestro grupo de amigos. Eso sí, lucimos como nadie en Instagram nuestras paternidades de parque, bañera y móvil.
Ante este panorama, que mucho me temo se hará más complejo y peligroso para la igualdad en el mundo post-Covid, no puedo sino responder afirmativamente a la pregunta que Antonio J. Rodríguez se hace en su libro La nueva masculinidad de siempre: "¿Podría ser que las nuevas masculinidades no fuesen más que herramientas de un capitalismo heteropatriarcal para asegurar su legado en tiempos de feminismo?". Bien es sabido que una de las características del patriarcado es su capacidad de adaptación a los cambios sociales, su imbatible resistencia frente a las grietas que los siglos han ido provocando en su musculatura. Y que sus alianzas con el capitalismo salvaje engendran nuevas hogueras para brujas y maricas. De ahí que a nadie debería extrañar, y mucho menos a las mujeres que sufren las consecuencias más terribles de nuestra viril arrogancia, que los hombres desarrollemos estrategias sin fin para permanecer en el púlpito. Incluso lanzando desde él mensajes que nunca VOX incluiría en su programa electoral. Un señuelo perfecto que, a su vez, el mercado hará suyo y convertirá en un producto más que brilla, se vende y se compra en el mundo ilimitado de Amazon. Mientras tanto, el depredador que todos llevamos dentro continúa haciendo de las suyas y el héroe que nos define desde la cuna sigue empujándonos a ser triunfadores. Mad men. Maricón el último.
Sin embargo, y ésta es tal vez la mejor noticia para quienes creemos en la igualdad, y muy especialmente para ellas, las mujeres, que todavía hoy necesitan justificar su autonomía, los espacios en los que demostrábamos nuestra hombría cada vez se empequeñecen más. Nuestros roles tradicionales se reducen al mínimo o tienen que reajustarse en sociedades donde ellas hace tiempo que quieren ser y ocupar la mitad de todo. A nosotros parece solo quedarnos como instrumento de dominación el uso descarnado de la violencia y, como expresión apenas disimulada de ella, una sexualidad en la que siempre jugamos el papel de erectos líderes. Ojalá sean estos los últimos estertores de una masculinidad que no debería hacerse nueva, ni feminista, ni cool, sino más bien desaparecer con toda su carga política. Esta debería ser nuestra principal agenda. Ojalá fuera cierto que, como dice Antonio J. Rodríguez, la masculinidad se esté reproduciendo para extinguirse. Un proceso en el que, no lo olvidemos, nuestro papel es clave, porque, continúa el autor de Candidato, "en nuestras manos está la dignidad de esa extinción".
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https://www.extrarradiosocial.com/l/articulo-la-extincion-de-la-masculinidad-apuntes-alarmados-sobre-el-machismo-en-la-era-covid/
Ilustración: JAVIROYO.
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