En los últimos años han sido muy frecuentes los relatos de
escritores que tratan de alguna manera de cerrar heridas que tienen abiertas en
la relación con sus padres. Con distinta fortuna e intencionalidad, autores
como Manuel Vilas, Marcos Giralt Torrente,
Ricardo Menéndez Salmón, Héctor Abad Faciolince o Karl Ove Knausgard,
nos han mostrado no solo las carencias y
las sombras de una relación siempre en la cuerda floja, con frecuencia forjada
más sobre los silencios que sobre las palabras, sino también, y aunque ellos
mismos no fueran conscientes, un retrato de una masculinidad, la suya, que se
hace añicos y que se desmorona, de manera muy especial, cuando se mira en el
espejo del padre. Sin embargo, y a diferencia de las narraciones mediante las que
las mujeres saldan cuentas con su pasado familiar, hay en todos ellos una común
complacencia, una suerte de heroísmo masculino que se resiste a dejar de ser, no
tanto el peso de la culpa – tan femenino y machista-, sino más bien la necesidad
de agarrarse a un tronco con el que llegar una orilla en la que de alguna
manera la hombría quede a salvo.
Falling, la primera
película como director de Viggo Mortensen, ese actor que lleva décadas
seduciéndonos con su mirada y con una carrera impecable, se inserta en esa
corriente que no sé si, pasado un tiempo, podremos analizar como una manifestación
más de la quiebra de la masculinidad hegemónica. El intenso drama familiar, marcado
por la brutal mano dura de un patriarca que siempre marcó las reglas, ese “puto
vikingo” que en los momentos finales de su vida se resiste a hacer la digestión
completa de sus fantasmas, le sirve al director para mostrarnos el pasado y el
presente. O mejor aún, el pasado y el futuro, porque no estoy seguro del todo de
que la masculinidad que representa el hijo, un “puto marica” interpretado por
el mismo Mortensen, sea hoy día la dominante. Esa hombría construida sobre la
templanza, los cuidados y la ternura, y que no tiene por qué estar unida a una
determinada opción sexual, por más que en este caso el autor opte por mostrarnos
una ruptura también con el marco heteronormativo, es el horizonte al que muchos
aspiramos en un mundo en el que hombres como el padre protagonista, ha generado
tantas víctimas y tanto dolor. Una raza
de depredadores y cazadores, tanto de animales como de mujeres, que durante
siglos han urdido las reglas del juego en función de sus intereses y deseos, y
que han sido incapaces, también durante siglos, de asumir el lado más humano
que habita en ellos: el que llegado el momento podría reconciliarlos con las
emociones que nos negamos, con la fragilidad de la que huimos, con la interdependencia
que no supimos integrar en nuestra cotidianidad.
La hermosa, y dolorosa también,
primera película del protagonista de otra película sobre una paternidad alternativa,
la espléndida Captain Fantastic, nos pone frente al espejo del hombre
que se resiste a perder su púlpito, por más incluso que la salud no le permita
mantenerse erecto, y aquel otro que, frente a la violencia o la ira, prefiere
acoger la ética del cuidado. El que siempre entendió que las mujeres eran seres
a su servicio, objetos penetrables, cuidadoras que nunca debían rechistar,
frente al que no ha tenido reparos en construirse en rebelión contra un modelo
que le obligaba a huir de lo femenino.
El que apenas escucha, y mucho menos cuando en la tele ponen una de John
Wayne, y el que siempre está dispuesto a ponerse en lugar del padre que no ha
sido más que un pobre hombre, un desgraciado incapaz de gestionar sus discapacidades
emocionales, un machote homófobo que nunca amó a las mujeres como personas. El
granjero que creyó que también sobre sus esposas tenía el mismo derecho de
propiedad que sobre sus tierras o caballos.
Falling, que está rodada con la mano templada de quien conoce bien las heridas no
cerradas, y que es también una hermosa vindicación de un presente en el que ya reconocemos
que los múltiples afectos son deseables y posibles, es pues uno de esos cada
vez más frecuentes relatos que nos ponen alerta. Que nos interpeta sobre todo aquello de lo que
los hombres tenemos que ir deshaciéndonos, de las muchas lecciones que tenemos
que desaprender, del proceso de toma de conciencia que deberíamos empezar
tomando buena nota del daño que hemos causado y del que hemos originado en
nosotros mismos. Un proceso que, ojalá, nos sirva no para llevarnos de nuevo al
heroísmo sino para, de entrada, hacer que las relaciones con nuestras compañeras
y con nuestros hijos en nada se parezcan a las del “diligente buen padre de
familia”.
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