La mujer abandonada, la madre entregada, la amante despechada, la Penélope que espera a su Ulises, la callada violada, la enamorada como vaca sin cencerro, la amada atada a la pata de la cama. Todos y cada uno de los que Marcela Lagarde denominó cautiverios de las mujeres se encuentran en la filmografía de Pedro Almodóvar. Un cineasta que, en su momento, rompió con determinadas inercias y, sobre todo, fue capaz de colorear una sociedad tan sombría como la española, pero que, sin embargo, ha sido más bien conservador en su mirada sobre las que siempre han sido las grandes protagonistas de sus películas. Y no porque en ellas no existan algunos personajes femeninos rebeldes o que en su época rompieron moldes, sino porque en el contexto de toda una obra, pero sobre todo, en la relación de ellas con los hombres es más que evidente que el manchego todavía no ha asesinado a Rousseau. Unos hombres que en la mayoría de los casos, salvo en las excepcionales La mala educación o Dolor y gloria, o tienen un rol secundario o incluso están ausentes. Pero siempre son, para que no quede duda de su dominio, como si fueran nietos y bisnietos de Pepe el Romano, los detonantes de la acción o, mejor dicho, los causantes del drama, los que desde su ausencia o silencio dejan siempre claro a quién pertenece el Verbo.
The human voice, que algunos críticos han calificado como un capricho del director de Átame, es un perfecto resumen, en solo treinta minutos, de todo un universo no solo estético sino también ético. Un mundo en el que el cineasta siempre habla de sí mismo, hasta tal punto que yo no he podido evitar imaginármelo con el espectacular vestido rojo que luce Tilda Swinton al inicio del cortometraje, y en el que, llegados a estas alturas de su filmografía, empieza a cansar por lo repetitivo y falto de imaginación. Porque desde hace ya bastantes obras, donde hubo frescura y humor ahora hay impostura y una pretendida intelectualidad que chirría más que los colores que siempre me recuerdan a esos estuches de lápices con los que de pequeño coloreaba los folios sin poder evitar un cierto miedo al blanco impoluto. Aunque Almodóvar haya declarado por todos los medios posibles, y así lo repite en la introducción con la que presenta el corto en los cines, que le ha dado una vuelta al texto de Coucteau que ya antes había usado en varias películas, yo no vi nada radicalmente distinto a lo que tantas veces me ha contado. E incluso añoré a la espectacular Carmen Maura – por cierto, una mujer “cis” haciendo de una “trans”, algo que hoy levantaría ampollas – en aquella escena de La ley del deseo que, hoy por hoy, sigue siendo parte de mi memoria sentimental. No creo, por mucho que el final parezca liberador, o que haya determinados símbolos que nos remitan a una apuesta por la autonomía del personaje femenino, que nos haya contado otra historia. Porque más allá de desfigurar el texto original, y de trufarlo con una serie de frases más dignos de un culebrón de sobremesa que de un corto que se nos vende como una exquisitez, la voz de Tilda Swinton, que bien podría haber sido la de Marisa Paredes y su búsqueda de una pequeña posibilidad por pequeña que sea de salvar lo nuestro, continúa siendo la de una mujer enferma por amor, marcada por una vivencia de los afectos que hace que se le nuble la razón, que por momentos parece histérica y que a continuación recupera una dulzura más propia de una madre que de una amante, que vive el duelo del amor perdido como si fuera el eje centra de su vida mientras que el dueño del perro ha pasado ya a otro capítulo. El continúa teniendo la última palabra, aunque paradójicamente no lo escuchemos. Porque la última acción de la protagonista, en plan señora Danvers, no parece más que la propia de un sujeto empoderado en los términos de poder y dominio que seguimos definiendo nosotros. Los dioses que vendemos hachas para que, en todo caso, las mujeres hagan las mismas gilipolleces que nosotros. Es decir, la voz de las mujeres parece seguir siendo menos humana que la de los hombres, por más que se tiren media hora hablando ante la cámara como desde siempre lo han hecho ante los confesionarios donde admitían sus culpas. Y si no, hagamos la prueba de la inversión. Seguramente un Antonio Banderas haciendo este mismo monólogo y con idéntico final nos resultaría hasta ridículo. En fin, todo resulta viejísimo, por más que sea técnica y estéticamente impecable, en este capricho que tantas alabanzas acumula. Por más que Artemisia haya sustituido a un póster pop en la habitación. Eso sí, el maravilloso perro merece el Goya al actor revelación del año.
Comentarios
Publicar un comentario