Hace treinta años no era el hombre que soy. Mi hijo no había nacido, no me había casado, seguía escondido tras mi corazón coraza. Tres décadas después, he conseguido poco a poco, no sin lágrimas, mirarme en el espejo y reconocerme, aunque soy consciente de que sigo en el proceso de soltar lastre e ir mucho más ligero por la vida. En este tiempo he empezado a vivir más allá de mi diario y he asumido, al fin feliz, que fui un niño raro y que he acabado siendo un macho disidente. Un padre imperfecto, una pareja complicada, un interrogante diario, una especie de nómada que se revuelve en cuanto que se siente atrapado en una habitación pequeña. Tal vez porque he empezado a entender que soy un forastero sin remedio, un varón que encuentra su razón de ser en las fronteras, un sujeto que al fin se liberó de la culpa y de los dioses. Un niño raro e inquieto. Mi vida ha cambiado mientras lo hacía un país, un mundo, en el que el siglo XXI parece empeñado en dejarnos desamparados entre la
Hace tiempo que la radio y la televisión públicas en este país languidecen en un proceso que las está reduciendo a la insignificancia y que está provocando, entre otros efectos, que muchos y grandes profesionales estén siendo las principales víctimas de una dirección sin rumbo ni criterio. Y no se trata simplemente de cómo las componendas políticas han condicionado y condicionan RTVE, que también, sino de cómo en los últimos años han ido asumiendo el timón unas personas que no tienen un proyecto sobre un servicio público que, irremediablemente, debe ajustarse a los parámetros informativos y comunicacionales del presente siglo. Nada que ver, sin embargo, con tratar de reproducir, la mayoría de las ocasiones sin éxito, las apuestas de los medios privados, como tampoco de atrincherarse en una suerte de reserva al margen de los tiempos. La falta de horizonte y los vaivenes de una dirección que parece no mirar sino su ombligo están no solo desaprovechando a muchos profesionales que se limit