Tal y como bien explica en su último e imprescindible libro Paul B. Preciado, vivimos en un mundo “disfórico”, en el que buena parte de los paradigmas tradicionales que nos habían servido para definirnos se hayan en descomposición o, como mínimo, sometidos a una paulatina erosión. En este contexto incierto y complejo, muchas de las referencias que nos servían como espejo y como sostén están saltando por los aires. Estamos viviendo una fase que Almudena Hernando califica como “poshistoria”, un nuevo escenario en el que se están modificando las maneras de definirnos y de relacionarnos. No es solo que el suelo que pisamos se haya ido volviendo líquido, sino que los trajes que durante siglos nos sirvieron para revestir nuestra identidad se nos han ido quedando pequeños. Como en cualquier época de transición, las tensiones, las dudas y los disensos son inevitables. Ahí está como peligro evidente la reacción conservadora que postula el mantenimiento del orden tradicional, de las categoría
El cine está lleno de historias en las que los protagonistas han sido dos hombres que habitualmente han corrido juntos aventuras de todo tipo. Es todo un género, las llamadas buddy movies, en el que durante décadas hemos visto forjarse relaciones de camaradas, eso sí, siempre a resguardo de que entre ellos circulara, salvo excepcionalmente, algo parecido a la afectividad. En este tipo de películas encontramos un perfecto tratado sobre cómo se construyen unas masculinidades patriarcales que parecen estar siempre haciendo un ejercicio de demostración pública de su importancia, aunque bajo esa superficie tan árida lo que haya sean cuerpos frágiles y almas en pena. Y es que a los hombres nos ha costado siempre construir vínculos afectivos entre nosotros. Somos especialistas en generar relaciones de camaradería, de competitividad, por no hablar de esos clubes en los que nos repartimos el poder o de las fratrías mediante las cuales nos reafirmamos en el fiel cumplimiento de las expectativ