Como docente que soy, mi calendario vital se ajusta al académico y así siento que a final de junio se cierra una etapa. De la misma manera que cuando llega septiembre y vuelvo a las aulas, es como si empezara el año, con la agenda escolar en blanco, con el ímpetu de los comienzos y tratando de reconocerme, tarea cada vez más difícil, en la edad que tiene mi alumnado. He perdido la cuenta de en cuántos cursos la voz de Julia Otero me acompañó en esas tardes frente al ordenador, mientras preparaba clases, terminaba de redactar un artículo o completaba alguno de esos estúpidos informes que la burocracia universitaria nos reclama con su maltrato sistemático. Con Julia, y con sus equipos de personas plurales, he ido atravesando diferentes etapas de mi vida personal y profesional. Casi que podría escribir una suerte de biografía al hilo de tantas voces con las que la radio de Julia fue hilvanando ideas y emociones en todos esos años en los que me fui haciendo un macho disidente. A través de la radio, que continúa siendo para mí ese territorio en el que es posible desarmar los ombligos e imaginar otros tiempos, la Otero y sus cómplices no dejaron de llevarme a espacios incómodos y gozosos, a preguntas y a latidos, a las voces que siendo muchas tanto nos enseñan del difícil arte de la democracia. Más tarde tuve la gran suerte no solo de abrazarla sino también de ser entrevistado por ella, cumpliéndose así el sueño que tantas veces tuve de una conversación con una de esas mujeres que me hacen aprender y desaprender. En ese permanente proceso incómodo pero emancipador que para mí es el feminismo. Pura praxis a la que tan mal le sientan los púlpitos y el singular.
Este año termino el curso con una sensación agridulce, con una especie de vértigo y de tristeza remolona que me acompañan desde que recibí la noticia de que la hija del trompetista deja las tardes para ocuparse de las mañanas del fin de semana. Y aunque ahora las tecnologías nos permiten hacer una programación a la carta, no puedo evitar pensar en la orfandad de septiembre cuando, a punto de empezar mis clases en la Facultad, abra por las tardes la web de Onda Cero y no me encuentre con la risa caudalosa y la potencia con rigor de una periodista de la que, entre otras muchas cosas, he aprendido que la comunicación tiene mucho de seducción y de juego. Que las palabras pueden ser torpedos pero también lazos. Y que la verdadera inteligencia de cualquier profesional, en el ámbito que sea, se pone de manifiesto en la superior inteligencia de aquellos de quienes se rodea. En estos años de crisis sucesivas, de feminismo expansivo, de mascarillas y convulsiones políticas, de guerras que no cesan, de redes airadas y odiosas, siempre encontré en sus programas lianas a los que agarrarme para no caer en la melancolía. Incluso para ilusionarme con las armas siempre certeras del optimismo y la alegría. Han sido tantos años y tantas tardes que casi he creído detectar en la voz de la profesional cuándo hay una herida que le duele, un escozor que le aprieta en la garganta o un amor que se traduce en la mirada que no veo pero que imagino. El milagro radiofónico que nos hace sentir que quien habla al otro lado nos habla solo a nosotros. Como en un confesionario, como en una terraza donde soñamos que nadie nos rodea, como en una cama donde los amantes se susurran, como si tuvieran miedo a que la voz alta se llevara para siempre las caricias. En esa conexión de kilómetros y de cercanía, por cierto, también yo sentí como un aguijón de desamparo la enfermedad ajena y el silencio obligado.
Me costará empezar septiembre sin la emoción de volver a encontrarme a Julia y compañía en mi despacho de la facultad, por los pasillos que me llevan al aula, en la cocina de mi casa mientras me preparo el café que me libera del sofá. Trataré de superar esa rabia primera que sentí al recibir la noticia y de reconciliarme con las razones. Esas que he ido encontrando en lo dicho y en lo no dicho por Julia. En lo que intuyo en esta etapa de su vida en la que está recolocando tiempos y prioridades. En esa encrucijada en que la vulnerabilidad, la suya, pero que también es la mía, la de todos y la de todas, le ha hecho ver que la emancipación no llega a través del trabajo, sino de los equilibrios con todo aquello que el endiablado sistema que nos come ha expulsado a las afueras. Esas afueras tan de mujeres, donde habitan los cuidados, los vínculos y la sostenibilidad de la vida. Así, como tantas otras veces, y aunque le pese a quienes la envidian y la siguen mirando como una pija progre, incómoda incluso para quienes la sienten como aliada, Julia Otero me ha dado una lección. De esas que acostumbro a recibir de mujeres que a una cierta edad atesoran biografía y autonomía.
Cuando llegue septiembre, y busque a Julia mientras que me dirijo a hacer la compra de la semana en el supermercado, recordaré su lección de vida. Tan parecida a la que acabo de leer en la biografía intelectual de una sabia, mi querida Mª Ángeles Durán, la cual termina con un precioso poema que, entre otras cosas dice “si me diera tiempo aprendería a no trabajar tanto… aprendería a decir que no... vería crecer la hiedra en la pared del huerto… Si me diera tiempo… olvidaría la edad a la que es más común morirse”.
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