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CHARO EN CINECITTÀ

 

"Pero yo tengo esa manera de ser, quiero demasiado, mando demasiado, amo demasiado algo que no alcanzo, y cuando no lo alcanzo, intento desesperadamente transformar lo que existe de modo que el objeto defectuoso se aproxime a la realidad inalcanzable"

Lidia Jorge, Misericordia


Odio el verano. Cada año que pasa un poquito más que el anterior. Desde que descubrí que Mina cantaba esa título lo convertí en parte de mi banda sonora. Odio l`estate. A Charo tampoco le gustaba el verano. Cuando empezaba el sol a arder se recluía en su casa, con el aire acondicionado, con sus libros y sus músicas: “a mí ya no me veis hasta septiembre u octubre”. Este año apenas si le ha dado tiempo a quejarse del calor. En pleno solsticio ha decidido dejar este mundo cada vez más de locos, con Trump de machote guerrero y los puteros de siempre haciendo lo de toda la vida,  y ya supongo que anda haciendo uno de esos viajes que a ella tanto le gustaban. A los que seguimos aquí, y que tanto la queríamos, nos ha dejado con una de esas grietas por las que no dejan de salir, como si fuera un caudal recién descubierto, memorias y emociones. Como si trozos de antiguo celuloide estallaran desde nuestra desnudez vulnerable para devolvernos, al menos a mí, a mí con ella, a todas esas películas que vimos juntos. A las que compartimos de hecho pero también hasta hace nada a través de ese hilo de complicidad electiva que nos unió hace casi cuarenta años. Cuando yo era poco más que un adolescente perdido en esta ciudad y en la Facultad de Derecho, y ella ya toda una mujer, de largo recorrido, que desde entonces se convirtió en una suerte de segunda madre protectora y maestra. Una de esas amigas que siempre me ha gustado tener, mayores que yo, de mirada abierta y sensibilidad atada y desatada, con las que me he ido haciendo el cincuentón nómada y aprendiz que tanto debe a mujeres como Charo. Ella, que no faltó en ninguno de los momentos más especiales de vida, y que siempre entendió mis aciertos y mis equivocaciones, mis dudas y mis desconciertos, tal vez porque me conocía mejor que nadie, actuó siempre como un faro que me orientaba cuando no sabía cómo manejar el timón del barco. Sin darme ninguna conferencia de feminismo teórico, ella fue en gran medida responsable de hacerme el hombre igualitario del que ella tanto presumía.

 

Con Charo aprendí muchísimas cosas, tal vez la principal a amar la belleza, a asumir que la vida no tiene más secreto que procurar hacer de ella una obra de arte. Con ella viví mi primer concierto de música clásica, mi primer ballet, casi mis primeras obras de teatro y, lo que siempre será parte de mi piel en fuga, esa primera Italia de la que Charo me abrió las puertas, como a su otro niño querido, Jesús, en un viaje que yo fui escribiendo en postales que le regalaba cada noche. Porque ella siempre me insistía: tú escribe, escríbelo todo. Y así lo hacía. Hasta hoy. Nadie como Charo me animó a salir del armario de mis diarios y compartir lo que hasta entonces era solo una especie de terapia para mí, que siempre fui un niño raro. Fue una de mis primeras y más fieles lectoras, de esas a las que sobre todo le gustaba cuando yo me quitaba la máscara y pasaba el folio por dentro, en un ejercicio tan falto de pudor que me quedaba desnudo y a la intemperie. Saber que ella estaría como lectora al otro lado hacía que ni siquiera sintiera frío. 

 


Compartimos apuntes y exámenes, en una carrera que para mí fue la primera y única pero que para ella era como otra oportunidad para seguir subiendo al tejado,  graduaciones y celebraciones. Estuvo feliz el día de mi boda, más feliz aun cuando nació Abel y nunca se me olvidará su orgullo de madre cordobesa cuando su niño de más de cuarenta llegó a ser catedrático. Entre medias, conferencias, presentaciones de libros y flores, muchas flores. Porque siempre que Fer hacía uno de sus ramos maravillosos yo le hacía una foto y se la enviaba. En su contestación sobraban las palabras para descubrir una sonrisa y su aliento de mujer generosa. Esa que yo tuve la suerte de conocer bien bajo su apariencia de señora con carácter y sin pelos en la lengua, que también lo era, pero incluso en esos instantes donde ella revelaba su pisada de sacerdotisa exigente y perfeccionista yo acaba aprendiendo una lección más sobre la vida y sus cuestas empinadas.

 

En este domingo tan triste, en el que parece que el sol duele y ni siquiera hallo consuelo en el silencio de mi habitación, quisiera volver a la ventana de Florencia desde la que juntos veíamos Santa María Novella, al Cinema Paradiso que vimos en el Santa Rosa, al calor húmedo de una Venecia en la que cenamos una de las pizzas más felices que yo recuerdo, a las cartas que durante años nos escribimos y luego a los mensajes que casi a diario nos enviábamos por el teléfono. Fue así como en mis últimos años de viajero, ella estuvo conmigo en Cádiz y en Roma, en Portugal y en París, en tantos lugares donde yo he tratado siempre de llevar a la práctica todo lo que ella me enseñó. Me gustaría que una banda sonora de Ennio Morricone, o una de esas muchas canciones que ella me grababa en casetes que todavía guardo como un tesoro, atravesaran la tristeza de esta tarde de verano, de un recién iniciado verano, en el que quiero pensar que Charo, al fin, va a poder hacer un buen corte de mangas y decirnos ahí os quedáis con los 40, que yo estoy más ancha que larga en Cinecittà.

 


Siempre se dice que, a diferencia de la familia, los amigos y las amigas se eligen y constituyen otro tipo de vínculo distinto, en muchos casos hasta más rico y firme que los familiares. Yo no tengo tan claro si elegí a Charo o si ella me eligió a mí, ni siquiera recuerdo bien cuál fue ese primer instante en que nos cruzamos en Puerta Nueva. Quizás los dos fuéramos, aunque de manera distinta y en momentos vitales muy dispares, unas rarezas,  como dos piezas de un puzle que andaban dando vueltas desde tiempo atrás y que entonces, en el año 1987, cuando en este país todo eran promesas por cumplir, acabaron encontrándose por obra y gracias de las hadas. Los dos fuimos afortunados pero sobre todo yo, porque fue así como, además de estudiar Derecho, pude aprender Arte, Literatura, Historia, Filosofía, es decir, justo todo aquello que me habría gustado estudiar y que, por otra de esas maravillosas jugadas del destino, acabó estudiado mi hijo Abel. Y, sobre todo, pude aprender que la vida es un continuo aprendizaje, un hacer y deshacer, una apuesta en la que solo puedes ganar si eres osado e imaginativo, un tránsito, leve y fugaz, que hay que aprovechar bebiéndote hasta el último sorbo de ella. Y es que con Charo también aprendí a ser un disfrutón, un sibarita y un entusiasta de las cosas bellas. Como los papeles florentinos que ella me descubrió en mi primer viaje a Italia, como “La consagración de la primera” que leí y escuché gracias a ella, como el lado oculto de tantas pinturas y obras de arte que ella me explicó con pedagogía de vecina sabia. 

 

Supongo que seguiré odiando el verano, y más después de este 2025 en que lo he iniciado asomándome a ese vacío tan inmenso que deja la “mucho más que amiga” a la que, como no podía haber sido de otra manera, vi por última vez en la presentación de mi último libro en la Biblioteca del Grupo Cántico. No se me ocurre mejor lugar ni pretexto para una despedida que no sabíamos que sería. Rosas, libros y palabras. Con Jesús y Abel. El destino juguetón ha querido además que en estos días ande escuchando las nuevas canciones de Ana Belén. Charo, que sabía bien de mi pasión por ella, también vivió conmigo todos esos momentos en que yo he tenido la suerte de estar cerca de la de Lavapiés. Entre ellas, hay una escrita por Víctor Manuel, que es la que da título al disco, y que define muy bien la mejor lección que yo aprendí de la amiga que siempre estará. Vengo con los ojos nuevos es una declaración de intenciones que yo intento, aunque la puñetera vida a veces me lo ponga difícil, despertarme cada día, escribir en mi diario (como me insistía ella) y lanzarme a un mundo en el que cada vez parece que hay menos espacio para la esperanza. Antes de salir a la calle, suelo mirarme en un espejo que fue regalo de Jesús y  Charo el día de mi boda. Lo hago para de alguna manera no olvidar de donde vengo ni tampoco quienes me han ayudado a mirarme al fin sin miedos en el espejo. Con los ojos nuevos.

 

En uno de los últimos mensajes que tengo de Charo, me pedía, como solía hacer a menudo, que le recomendara alguna película o serie, que no tenía nada que ver. Recuerdo que le recomendé la versión que habían estrenado en Netflix de “El gatopardo”. No sé si llegó a verla y si la disfrutó tanto como la de Visconti. En cualquier caso, me alegra pensar que de nuevo Italia nos mantuvo cosidos hasta casi el final, como ese paraíso en el que hoy me gustaría imaginarla a ella, con su aire acondicionado perenne, y disfrutando ya sin temores ni dolores de ángeles de Bernini, capillas renacentistas y jardines de rosas. Como si la eternidad fuera para ella una especie de Cinecittà donde no parasen de rodar películas. Espero, Charo, que me escribas cada día una postal y que ahora seas tú la que me digas qué historia no me debo perder en los años que me queden por vivir. Yo, a cambio, seguiré escribiéndolo todo e insistiéndole a Fer cada domingo para que me haga un ramo de flores que me recuerde a ti.


Córdoba, domingo 22 de junio de 2025

 

 

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