Como bien explica Vicente Monroy
en su imprescindible Breve historia de la oscuridad, vivimos unos
tiempos de exceso de luz. Ni siquiera la oscuridad de las habitaciones es tal
desde que los móviles, que nos acompañan incluso debajo de la almohada, las iluminan
de manera intempestiva. Vivimos permanentemente expuestos, fotografiados,
visibles hasta en nuestra intimidad. De esta manera, hemos ido cortando alas a
la imaginación, a la dimensión creativa de la inteligencia, a los pensamientos
que requieren de lenta cocción como los buenos guisos. Consumimos más productos
audiovisuales que nunca pero el mismo verbo, consumir, y el sustantivo, productos,
nos dan pistas de cómo y para qué lo hacemos. De ahí la necesidad de reivindicar,
sin melancolía, la oscuridad de las salas como esa especie de útero en el que
es posible que se engendre la vida. Ese templo en el que se oficia desde el
siglo pasado un ritual cívico que hace que superemos nuestro ombligo y nos
sintamos parte de “lo común”. Una suerte de transfiguración o epifanía que para
quienes no creemos en dioses es tal vez lo más parecido a la espiritualidad. Pupilas
y rostros iluminados, escribe Monroy, como luciérnagas, “contagiándose unos a
otros una emoción inconfesable”.
Hacía tiempo que no sentía en
una sala de cine lo que el domingo viví con la última película del bellísimo Oliver
Laxe. Aunque soy de los que siguen reivindicando una sesión de cine los
domingos en sustitución de las misas que tantas heridas me dejaron en mi cuerpo
de niño raro, en muy pocas ocasiones he sentido últimamente lo que Sirat
me provocó, al tiempo que también sentía que quienes me rodeaban estaban
viviendo algo similar. Esa extraña comunión de los extraños. Y eso que de
entrada iba mal predispuesto pues las películas anteriores de Laxe no me habían
conmovido, ni tampoco lo que había leído de ésta última me generaba de entrada
un interés mayúsculo. Sin embargo, desde prácticamente el principio me sentí
seducido, como si un encantador de serpientes me hubiera nublado la mente y el
corazón, y me adentré en un viaje que, durante dos horas, me llevó por los
territorios de la soledad, de los cuidados, de la desesperación y de la violencia.
En este proceso jugó un papel esencial la potencia visual de una película en la
que la fotografía, la música, el sonido en general, se alían para arrastrarnos
hacia una historia en la que seguimos a unos personajes pero en la que también,
de alguna forma, nos estamos viendo a nosotros mismos. Yo sentí que por
momentos era el padre que interpreta un magnífico Sergi López, al que nunca antes
vi usando su cuerpo con la dimensión expresiva con que lo hace aquí, pero también
me vi en la hija perdida, en el hijo pequeño que observa y que pareciera el
futuro a punto de romperse, o en todos esos personajes que los acompañan y que,
interpretados por actores y actrices no profesionales con una verdad que hiere,
nos hablan de las periferias. Cuerpos heridos, almas en búsqueda, la simiente
de la única revolución posible. Los nadies. La sociedad de los y de las de
Afuera. Nómades: mitad piratas, mitad héroes románticos. Danzarines.
Más allá de su impresionante
apuesta técnica y artística, que invalida su visionado en un lugar que no sea
el templo que constituye una sala de cine, Sirat acaba conmocionándonos
porque nos está ofreciendo un completo retrato de este mundo en el que vivimos
una suerte de “disforia generalizada” (Paul B. Preciado). Un planeta en el que,
como dice uno de los protagonistas, hace ya tiempo que estamos viviendo el fin
del mundo. La búsqueda que emprende Luis, el padre protagonista, es en realidad
la de cualquiera de nosotros, y más singularmente la de quienes el sistema condena
a una vulnerabilidad que se transforma en precariedad. Con una mezcla de película
de aventuras, Mad Max posmoderno y drama que no renuncia a instantes de
emoción que brota desde los vínculos, Sirat
acaba siendo una especie de fábula
en la que humanos y perros, en el territorio hostil pero hermoso de un desierto
africano, van en busca de un paraíso que ni siquiera saben dónde está, mientras
que alrededor, como si fuera un videojuego, la violencia se multiplica y
estalla como si fuera la única salida lógica a tanta catástrofe a la que nos
lleva el sistema depredador que nos expulsa, también, de las salas de cine.
Sirat
nos deja mal heridos porque la inteligencia de sus
creadores hace que su impresionante belleza se apropie de nuestros sentidos para
así llevarnos al núcleo de la tragedia. Una tragedia que es también la nuestra:
¿huir o rebelarnos? Y frente a la que tal vez no quede más salida que bailar y
dejar que el cuerpo hable y grite. Pensar con los pies como vindican algunas
filósofas feministas. Retar al capitalismo que ha permitido que desconectemos
nuestros cuerpos de la tierra: pies descalzos, arena en el rostro, patas de
palo como tubería incierta. Frente al cuerpo-máquina, el cuerpo como
resistencia, los cuerpos que duermen juntos y que se cuidan, los cuerpos que se
alimentan con chocolate compartido, cuerpos humanos y animales en comunión de
vulnerabilidad. Como escribe Silvia Federici en “Elogio del cuerpo que baila”, “nuestra
lucha tiene que empezar por reapropiarnos de nuestro cuerpo, por revaluar y
redescubrir su capacidad de resistencia y por expandir y celebrar sus poderes,
individual y colectivamente”. Y el baile juega un papel esencial en esa
reapropiación, y no solo por lo que tiene de metamorfosis personal sino también
por lo que genera de comunicación entre extraños. Por eso no creo que sea casual
que Laxe nos ubique justo en una de esas fiestas donde de alguna forma se está
buscando, aunque pueda parecernos paradójico, una especie de sanación. Esa que,
como bien nos muestra un final que nos lleva de la poesía al desasosiego, solo
cabrá en la resignificación colectiva de la fragilidad. Ese hilo delgadísimo
por el que caminamos a diario, entre el infierno y el paraíso, con el riesgo
cada vez más cierto de pisar una bomba que nos transforme en el polvo que seremos.
Justo en ese movimiento torpe y miedoso de un pie, o de una pata de palo,
reside el origen de la revolución.
PUBLICADO EN EL BLOG QUIÉN TEME A THELMA Y LOUISE, DE CORDÓPOLIS:
Comentarios
Publicar un comentario