En este mundo de trincheras
identitarias, el mercado ha encontrado un nicho perfecto en lo LGBTIQ+. La industria audiovisual, que más allá de lo
creativo no busca sino consumidores ávidos de productos, se está dejando llevar
por esa corriente en la que podemos encuadrar películas y series que nos
dibujan una realidad sin aristas. Empaquetada con papel de colores y purpurina.
Sin recato alguno en la reproducción de roles y estereotipos, además de
continuista con respecto a las pautas y valores del ecosistema heteronormativo,
contra el que se supone que estábamos luchando. En muchos casos pareciera que
con reducirlo todo a amores y desamores, músicas nostálgicas y acontecimientos
eufóricos, el producto habría pasado el filtro de lo políticamente correcto y,
en consecuencia, y es algo que nos debería hacer sospechar, es capaz de recabar
audiencias exitosas. Lo cual significa que incluso quienes no están por la labor
de desmontar el orden binario de género, sino más bien al contrario, se han sentido
a gusto con la propuesta. Entre otras cosas, porque han encontrado un equilibro
conservador que les permite incluso avalar su intención de acudir a las marchas
del orgullo, donde bailar al ritmo de la reaccionaria Alaska, de la mano de la Mariliendre
de turno.
Es por todo ello que disfrutar
de una propuesta como Una perra andaluza, de la que se acaba de estrenar
su segunda temporada en Filmin, resulta para mí motivo de celebración, el mejor
que podría recomendar para un 28J que me temo descafeinado y sin fuerza
vindicativa. Con escasos medios y unos intérpretes noveles, la serie creada por
Pablo Tocino tiene la gran virtud de mostrarnos a seres imperfectos, la mayoría
de ellos en ese período tan cruel que suele representar el tránsito a la
madurez (hacerse mayor es una guarrada, es cierto), que viven en contextos
precarios y que se enfrentan al amor y al sexo, y también a su propia
identidad, a su quebradiza imagen, en espejos que se clavan y no desde los
áticos lujosos de quienes parecen vivir un paraíso habitado por influencers y
enganchados al gimnasio. Por el
contrario, Una perra andaluza, además de ubicarse en esa periferia
urbana que no suele ser escenario de las
historias de disidencia sexual más taquilleras, tiene el gran mérito de
mostrarnos a individuos rotos, frágiles, dubitativos y en permanente
cuestionamiento. En relaciones donde no siempre el sexo es vivido como una fiesta
y en las que también existen violencias, humillaciones o insatisfacciones. Incluso
en uno de los capítulos la serie se atreve con el debate del consentimiento en
una relación homosexual. Aunque la serie nos hace reír y sonreír, esta producción
tan andaluza, en el mejor de los sentidos, no renuncia a mostrarnos el lado más
amargo de unas identidades en precario, de unas vidas que en muchos casos
arrastran los traumas de una infancia vivida desde la rareza, de una fragilidad
socioeconómica que dificulta la autonomía y de una soledad, más extendida de lo
que pensamos en estos tiempos de redes sociales y aplicaciones de ligoteo, que
nos hace cada vez más vulnerables. Y, todo ello, al fin, vivido en viviendas pequeñas
y sin lujos, donde los personajes no abren una botella de vino nada más llegar
a casa, en las que no vemos estanterías cargadas de libros tal vez sin abrir, y en las que no hay ni baños gigantes ni camas
que parecen alfombras voladoras. Al
contrario, en esta serie percibimos los olores de la precariedad, la aspereza
de las sábanas baratas y, por supuesto, ese cariño que teje vínculos afectivos
elegidos, tan importantes para los sujetos no normativos, aunque también, y con
un par de personajes imprescindibles, Tocino no renuncie a mostrarnos un clásico:
la madre del maricón.
Una perra andaluza no
tiene la perfección formal de otros productos que nos venden, ni cuenta con estrellas
televisivas en el reparto ni con intérpretes que tengan a sus espaldas una
larga trayectoria. Ni falta que le hace. Justamente en su radical honestidad, y
en su valentía por mostrarnos una realidad que es mucho más compleja de lo que
se nos muestra habitualmente, reside el valor de esta propuesta. Una apuesta
que crece en la segunda temporada, la cual desemboca en un emocionante y
bellísimo capítulo final, en la que, además de seguir riéndonos con unos
personajes que se hacen querer, somos atravesados por las heridas que
arrastran, por sus dudas e incertidumbres, por su nómada estar en una sociedad tal
vez rica en tolerancia pero todavía torpe en reconocimiento. Y es ahí, en ese
contradictorio espacio, donde vemos luchar por encontrar su lugar en mundo a
seres humanos que nos demuestran que todos somos monstruos, y que la normalidad
acaba siendo una suerte de normatividad.
Todo eso acompañado de una
contextualización pop – esos carteles de las habitaciones – y muy sevillana –
esas Vírgenes que no existirían sin maricones que les gritaran “guapa” - , y de
una banda sonora que ya quisieran otras series que solo reciclan éxitos de
Operación Triunfo, además de una valiente manera de mostrar los cuerpos,
fundamentalmente masculinos, sin ese recato moralista, y en el fondo muy
homófobo, que muestran la mayoría de los productos gayfriendly. En ese sentido,
estoy seguro de que Una perra andaluza será del agrado de los autores
del clásico Políticas anales. De la misma manera que las mujeres
lesbianas, binarias o curiosas se sentirán bien reflejadas y contadas en una
serie que intenta no ser falocéntrica.
En fin, un maravilloso regalo en
este mes de manifestaciones que más bien son desfiles y de pancartas a las que
sobran siglas de partido y connivencias con activistas estelares, y que nos
recuerda que el sexo, como el amor, se mueve siempre entre el placer y el
peligro. Y que en esa tensión, todos, todas y todes, imperfectos como somos, no
hacemos sino malabarismos para no acabar como Virginia Woolf en el Guadalquivir.
Al menos yo quisiera pensar que, además de para otras muchas cosas, Una
perra andaluza puede ayudar a que muchos sujetos se sientan como Samu, uno
de los protagonistas, en esa suerte de bautizo andaluz que le abre un horizonte
de posibilidad. Una especie de Orlando capaz de reinventarse. Un niño raro, al
fin, convertido en una perra andaluza.
PUBLICADO EN EL BLOG Quién teme a Thelma y Louise, de Cordópolis:
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