Canal Sur, 5-3-2013
Siempre he pensado que la Semana Santa es la celebración que
mejor refleja eso que, con muchos reparos, me atrevería a llamar alma andaluza.
En ella confluyen todas sus riquezas y contradicciones, y por qué no decirlo,
también algunas de sus miserias. En esa performance barroca, aunque también
romántica, es fácil detectar el mestizaje de culturas, la necesidad de
expresión emocional, el carácter público y participativo del Sur, así como una
singular concepción de la muerte y de la esperanza.
Es pues la Semana Santa celebración de la primavera que bebe
del Mediterráneo y más goce de la resurrección que del valle de lágrimas contra
el que nos rebelamos orgullosamente. Y, sobre todo, y aunque a algunos les
pese, es mucho más que una celebración
religiosa. Es una fiesta plural y diversa, contradictoria y luminosa, lo cual
explica su perdurabilidad y su capacidad de movilización. Esa que permite que
bajo un paso convivan ideologías diversas o que el más radical de los ateos no
pueda evitar un ligero escalofrío ante la estética que bulle. Una estética que, para colmo pluralista y
luminoso, convierte el aburrido y patriarcal monoteísmo en politeísmo matriarcal
y festivo.
Pretender lo contrario es enjaular la Semana Santa en los
dogmas y convertirla en reducto de unos
cuantos que se empeñan en creer que la luna de Nisán es monopolio del mundo
cofrade. Y, sobre todo, ello supone contradecir la pasión que se hace calle
cuando el calendario nos vuelve a demostrar que, tras el invierno, la vida se
nos abre para gozar un año más de la belleza.
Tal vez la única forma de eternidad posible para todos los
que pensamos que el paraíso o es terrenal o no existe.
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