Diario Córdoba, 25-3-2013
Le escuché decir una vez a mi admirado Sebastián de la Obra que Córdoba es una "ciudad de castas". Corroboro esa afirmación, con toda la crueldad que supone y me atrevo incluso a afirmar que además somos una ciudad de trincheras. Lo he vuelto a pensar tras escuchar al pregonero de la Semana Santa de este año afirmar con la inflexibilidad propia de los dogmas que la Mezquita "toda ella es Catedral cristiana y, hoy aquí, afirmamos que debe de seguir así, por los siglos y para siempre". Una afirmación que, obviamente, no sólo refleja un desconocimiento inaudito de la historia del edificio y de nosotros mismos, esa parte de la historia que algunos siguen empeñando en hacer invisible ya que les resulta incómoda la diversidad, sino que también refleja una actitud combativa, casi de cruzada. Y lo más terrible es que ese parecer es compartido por amplios sectores de nuestra sociedad que parecen instalados en el ánimo de una permanente reconquista y a los que les incomoda mirar sus propios orígenes y descubrir que somos el resultado de múltiples mestizajes. No es de extrañar pues que el jurado de la Capitalidad no se creyera ni una palabra de un proyecto que decía basarse en el paradigma de Córdoba. En el paradigma, claro, soñado por Jahanbegloo y otros cuantos, no el compartido por buena parte de la ciudadanía que planta cara a cualquier atisbo de diálogo interreligioso.
Pienso en las trincheras cada año cuando se inicia la Semana Santa, una fiesta que me deslumbra y que vivo desde mi cada vez más radical agnosticismo, y aunque muchos se empeñen en monopolizarla desde el ombligo de sus creencias. Siempre me ha gustado la Semana Santa, por lo que representa de celebración colectiva, pública, barroca y romántica, estéticamente apabullante, pero cada vez me gusta menos el mundo cofrade. Entre otras cosas, y salvo honrosas excepciones, porque tiende a ser un mundo cerrado en sí mismo, poco dado a la apertura y a los diálogos, plagado de individuos encantados de haberse conocido y de personajes que lo utilizan como vía de un reconocimiento social que de otra manera no tendrían. Me molesta además su tendencia a reducir la enorme complejidad de estos días a una sola mirada, cuando la capacidad de movilización y el éxito prolongado de esta fiesta radica precisamente en que se vive desde múltiples miradas. Cuando uno de sus mayores atractivos es precisamente su capacidad para conciliar emociones diversas en un espacio público compartido.
Ahora bien, y siendo totalmente justos, tampoco puedo olvidarme de esos otros sectores que también se sitúan en la trinchera opuesta, desde una supuesta modernidad y amparados más en la reacción frente al adversario que en las propias convicciones. Como suele ser muy habitual en esta ciudad, también existe la "tribu" de los que se muestran intolerantes e incluso agresivos con un fenómeno como la Semana Santa, y que paradójicamente dan muestra de las mismas actitudes que critican en el contrario. Es pues muy complicado en este contexto situarse en terrenos intermedios, sobre todo para aquellos que nos resistimos a las etiquetas identitarias y que compartimos una pluralidad de opciones que no se identifican con uno u otro bando. Por ello siempre he pensado en lo mucho que ganaríamos en esta ciudad si, en vez de atrincherarnos cada vez más, tendiéramos puentes, estableciéramos conversaciones, nos enriqueciéramos desde la pluralidad en vez de empequeñecernos desde el sectarismo.
Por ello, frente a los que defienden el carácter exclusivamente cristiano de la Mezquita y a los que piden que las procesiones se hagan en El Arenal, deberíamos oponer el talento de la ductilidad y la energía de los diálogos. Entre otras cosas para que esta ciudad, en vez de las trincheras, lo fuera de las palabras, capaces de resucitarla tras la penosa agonía que supone el eterno o estás conmigo o estás contra mí.
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