Noviembre huele a tierra mojada, a castañas, a las gachas que hacían mis abuelas y a los ovillos de lana con los que mi madre tejía jerseys. El otoño penetra en el suelo con las primeras lluvias y atesora, invisible, el sueño de una primavera en la que volverán los jardines infinitos. Cuando el año está a punto de acabar, con esa apoteosis del mal gusto que es la Navidad, este mes me sabe a serenidad dulce, a ternura de polvorones comidos con ganas, a lápices a los que sacamos punta cada tarde. Lápices que se hacen cada día más pequeños pero que crecen en la palabras escritas, en los libros subrayados, en los dibujos que parecen películas. Sus restos son hojas que en las páginas blancas alumbran los poemas del futuro.
Noviembre me sabe y me huele a promesas. A todo lo que me queda por vivir, por leer, por soñar. Como si en cada mes de sagitario empezara a construir una biblioteca, o un cine, o un casa grande con balcones sobre el mar de Cádiz. Miro los ojos de Abel, que desde hace diez años miran el mundo con la curiosidad de un poeta, y me dejo llevar por ellos hacia senderos de magos y espadachines, hacia planetas donde conviven Geronimo Stilton y Julio Verne, hacia las playas donde él construye castillos con ladrillos robados de los cuentos. Me basta con seguirlo sin que me vea para sentirme un colega de Harry Potter, el capataz de una de sus cofradías sevillanas-egabrenses-cordobesas, jugador estrella del Barcelona o aprendiz de bailarín en un video de Michael Jackson.
Aún siento en mi pecho el calor reciente de sus primeros días, la piel delicada de sus muslos de niño-pez, las primeras palabras con las que empezamos nuestro diálogo. Huelo en mi ropa antigua la leche del biberón, la colonia de ángeles azules, la fruta triturada con galletas y el incienso, siempre el incienso. Es como si no pudiera borrar esos olores de mis camisas y de mis papeles. Son un click pegado en cada folio y en una esquina de mi ordenador. El rastro seguro de lo que me ata a la vida. De lo que es pasado y, sobre todo, futuro.
Un 27 de noviembre de hace diez años, cuando los árboles cercanos a la Cruz Roja se metían por las ventanas con sus hojas amarillas, las puertas del palacio se abrieron y tuve que armarme caballero de coraje y ternura. Fue entonces, al mediodía, cuando empecé a escribir la novela más trepidante y romántica. La que mezcla todos los géneros. La que salta de la prosa a la poesía. La que lo mismo es un libro de viajes que un ensayo sobre la masculinidad.
Esa novela en la que dos ojos hacen de guía: los del poeta curioso, los que tocan el clarinete como en la banda sonora de una peli de Woody Allen, los que empiezan a entender que el secreto de la vida es tratar de convertirla en una obra de arte.
Hoy Abel cumple 10 diez años, el mismo día que Lucía cumple tres menos. Destino de noviembre. Otoño que podría ser primavera. Tiempo de promesas. De películas por rodar y libros por leer. Día de fiesta en el que el niño que en seguida será hombre canta, haciéndole coros a Ana Belén, "sin ti me faltaría el alfabeto, sin ti consigo hacerme tan pequeño,..." A lo que yo le contesto, copiando al marido de mi musa, que "nunca sabrás sumar lo que te quiero".
Querido Octavio, maravilloso el artículo. Me imagino que Abel, dentro de unos años, cuando lo vuelva a leer se sentirá muy orgulloso de su padre, y también de haber protagonizado la mejor novela de su vida. Un fuerte abrazo!
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