El cielo de mis abuelas tuvo las dimensiones de un patio. Un rectángulo abierto y unas ventanas con visillos. Una firmaba con un dedo manchado de tinta, la otra apuntaba versos que los hombres no se atrevían a leer. Las dos hablaban un lenguaje que tenía el gusto auténtico de los posos del café, de la tierra húmeda de las macetas, del azúcar a veces imposible que endulzaba la cocina. A una le gustaba de pequeña subirse a los árboles, tal vez para mirar más amplio el horizonte que su condición de mujer le negaba. La otra era una mujer de largos silencios y palabras justas, curtida en las batallas de quien vive por y para los demás.
Cada ocho de marzo, cuando en todos los medios de comunicación, y mucho más este año, se habla de la desigualdad, de precariedad, de conquistas pero también aún de heridas, me gusta recordarlas. Así me rearmo en una militancia feminista que, como hombre, asumo con la convicción de que es imposible ser demócrata y no perseguir la perfecta igualdad de mujeres y hombres. Porque como hombre también me estremezco cuando descubro que mis jóvenes alumnos y alumnas viven en las nubes aún del patriarcado, o cuando como ayer tarde escucho a una compañera, toda una profesora de Universidad, decir que su sueño es ser ama de casa, llevar los niños al cole y luego irse al gimnasio con las amigas. Entonces recuerdo a mis abuelas porque, a diferencia de mi colega, ellas no pudieron elegir, tuvieron que conformarse con el patio. Y eso es lo que hoy tenemos que seguir defendiendo por encima de todo, que no haya ni una mujer en el mundo que no tenga las mismas posibilidades para construir su vida que un varón. Y que sus horizontes, su cielo, el mismo que un día limitado cubrió los sueños de mis abuelas, sea al fin justamente paritario y democráticamente feliz para ellas y para nosotros. Un objetivo que reclama su dignidad pero que también debería asumirse de una vez por todas como fundamento de un sistema político que vive la paradoja de fundamentarse en los derechos humanos mientras sigue poniendo trabas a las que son la mitad.
La rabia que esa humillación me provoca hace que cada ocho de marzo las recuerde a ellas. A mi abuela Carmen y a mi abuela Rita. Y las reconozco como maestras que un día, tal vez sin saberlo, me enseñaron a quitarme la máscara del patriarca y a caminar por la vida reconociendo los posos del café, la tierra húmeda de las macetas y el azúcar de los dulces que hacían.
Mi querido y admirado Juan José Tamayo me escribe en un correo lo siguiente:
ResponderEliminar"Bellísimo texto, Octavio, emotivo al tiempo que reivindicativo, estético y ético. despertador de conciencias con una literatura envidiable, que lo hace más creíble. Te felicito."
Felicidades Octavio, siempre con la palabra precisa, clara, envuelta de belleza y que nos hace suspirar. Con tus textos, no leo, siento.....Un regalo para todas nosotras.Gracias
ResponderEliminarGracias Carmen, por tu cariño y admiración.
ResponderEliminarFelicidades Octavio! en breve se lo leo a las abuelas zufreñas que, sin saberlo , hacen que este mundo sea un poquito mas igualitario y justo! un abrazo
ResponderEliminarGracias Felix y muchos besos para ti y para las abuelas de Zufre.
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