Bolonia, 26 de abril de 2013
En las librerías de Bolonia me he sentido como ese aventurero intrépido que sabe que a la vuelta de la esquina le acechan mil peligros que para él, sin embargo, son una oportunidad. Quizás esa sea la mejor definición que se me ocurre del vicio de leer. Es una pasión que te transporta en ocasiones a lugares inhóspitos, cargados de preguntas incómodas y espejos crueles, pero que incluso así te seducen y te transforman. Triste pues de aquél que no haya sentido jamás la llamada de la selva y no sea capaz de adentrarse en los territorios seductores de las palabras. Puedo afirmar, incluso con cierto grado de vehemencia, que está condenado a vivir a medias o, en el mejor de los casos, a vivir mucho menos que aquél que se arriesga a buscar y a buscarse en los libros.
La altura ética, y cívica diría yo, de una ciudad puede medirse a través del número y de la calidad de las librerías que hay en ella. Sobran los comentarios en este sentido respecto a Córdoba en la que en los últimos años no hemos dejado de asistir al cierre progresivo de casi todas ellas y a la apertura indiscriminada de bares y tabernas. Bolonia es una ciudad, entre otras muchas cosas, de librerías. Las hay de todo tipo: clásicas, modernas, pequeñas, grandes, especializadas, algunas enormes... Es muy recomendable hacer una visita a la ciudad siguiendo el rastro de estos espacios. Ello nos daría una radiografía completísima de la historia y del presente de Bolonia.
Como apasionado lector, y como ciudadano inquieto que soy en muchas ocasiones a mi pesar, necesito de las librerías para sobrevivir. Perderme en ellas es para mí una especie de terapia que me permite prescindir de psicólogos y gimnasios. Me gusta perder el tiempo por sus pasillos, como si fuera pisando un camino de baldosas amarillas y supiera que Oz se encuentra detrás de alguna estantería o, mejor aún, como marcapáginas en algún libro de poesía o tras la solapa de un sesudo ensayo jurídico editado por Giuffrè.
Ese ciudadano a medias gozaría de esta ciudad pero no se llevaría en sus maletas, como si lo voy a hacer yo, el aliento infinito que proporcionan los renglones perversos y recién descubiertos de Aldo Busi, la sagacidad poética de Baricco, la imaginación de Camilleri o la intensidad de Melania G. Mazzuco. Por no hablar de la contundencia del jurista Stefano Rodotá que acaba de publicar "Il diritto a avere diritti". Casi una proclamación revolucionaria en estos tiempos que corren. Unos derechos entre los que debería estar, sin duda, el de acceder y disfrutar de librerías como las que se pueden gozar en Bolonia. Todo un ejercicio de ciudadanía.
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