Bolonia, 23 de abril de 2013
Estoy
teniendo la suerte de vivir estos intensos días de la vida política italiana en
Bolonia donde, y aunque pueda parecer una paradoja en estos tiempos que
sufrimos, debo explicar a alumnos
universitarios el sistema español de
protección de los derechos fundamentales. Ayer tarde seguí con atención la
investidura de Napolitano como Presidente de la República y volví a confirmar
algo que siempre me ha sorprendido de este país: su capacidad de reinvención. Y
ello a pesar de que el Jefe del Estado sea un señor de cerca de 90 años, de que
el parlamento siga siendo reflejo de un patriarcado que se resiste a
desaparecer y, por supuesto, de la manifiesta incapacidad de la clase política
para regenerar unas instituciones que apestan a podrido. Escuchando el discurso
de Napolitano volví a sentir admiración por un país al que nos parecemos tanto
pero del que también nos separan muchas cosas. Aunque hay en los italianos una
evidente tendencia a la escenografía y a la teatralización, y eso es algo que
ayer se pudo comprobar en la ceremonia que seguí por la RAI, las palabras de
ese señor con aspecto de viejo profesor, que incluso llegó a emocionarse en
algún momento de su discurso, me sorprendieron por su contundencia y su acierto. Aunque quizás
lo más sorprendente fue escuchar los aplausos de unos políticos a los que se
les estaba recriminado su falta de miras, su complicidad en el mejor de los
casos con la corrupción y, en definitiva, su incapacidad para salir de una
crisis política que en Italia parece endémica. La reprimenda del Presidente
podría aplicarse también a nuestros parlamentos, el central y los autonómicos,
y en general a todos los representantes que han perdido el pulso de la calle y
que parecen encantados de haberse conocido. Y
muy especialmente a una izquierda que anda más desnortada que nunca,
perdida en sus laberintos internos y sin capacidad de respuesta ante una crisis
que provoca discursos cómodos para la derecha. Una crisis muy similar a la que
vive la italiana, aunque aquí sin duda multiplicada y mucho más enrevesada,
pero que demuestra algo común a toda Europa: el desconcierto del socialismo
para ofrecer soluciones no sólo frente a la crisis económica sino también
frente a la institucional que está provocando grietas profundas en los sistemas
democráticos. Y es que, como alguien me decía ayer caminando por las calles de
la roja Bolonia, en Italia, y creo que también corremos ese riesgo en España,
se ha esfumado el discurso de la igualdad. Y eso es lo más terrible que podría
pasarle a un sistema basado en la tutela de los derechos fundamentales y en el
control de los poderes mediante las leyes.
Ayer tarde llovió mucho en Bolonia. Lluvia de primavera de la
que es fácil refugiarse en esta ciudad de pórticos y librerías. Precisamente en
una de las clásicas, la Feltrinelli, Roberto Saviano presentó su último libro: Zero, zero, zero. Un análisis valiente y
combativo, como es él, de los estragos que el negocio de la cocaína provoca en
el mundo. Saviano llegó como una estrella pop y la gente que abarrotaba las
galerías donde tuvo lugar el acto lo recibió enfervorecida. En las palabras del
atractivo Saviano, y en la pasión que detecté en la mucha gente joven que me
rodeaba, volví a sentir el pulso de este país que es capaz de hacerse y
rehacerse una y mil veces. Mientras que el Estado se autodestruye en manos de
unos políticos que aplauden al señor que les recrimina sus vicios, la
ciudadanía sigue viva y la vida puja por no sentirse acorralada. Escuchando a
Saviano, y al sentirme parte de una especie de ceremonia cívica en torno a un libro y
a un escritor rebelde, volví a entender por qué me apasiona este país. Y
también tomé nota de lo mucho que podríamos aprender de él. Porque ambos compartimos
miserias y también ambos deberíamos compartir revoluciones. Las que hoy, viviendo el día del libro en Bolonia, me golpean el corazón cuando miro los rojos tejados de la ciudad.
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