También la lluvia forma parte de la Semana Santa. La lluvia es abril. Y los suelos mojados son un espejo improvisado de las túnicas que se vuelven más pesadas.
La lluvia cambia el color del cielo y de las calles. Cuando cesa, queda su olor impregnándolo todo, la humedad en los pantalones, los ojos que ya no pueden dejar de mirar hacia arriba.
La primavera parece otoño con la lluvia y deja un rastro de melancolía tras el paso que vemos apresurado.
El Patio de los Naranjos huele a tierra mojada cuando sale retrasada la Agonía. Después del diluvio. La tarde es gris y no hay quien mantenga encendido un cirio.
Abril parece octubre pero la mirada de Abel me dice que no me equivoque. Que sigue la celebración y que él no está dispuesto a dejar que la lluvia rompa su entusiasmo. Mira al cielo y cruza los dedos. Me reconozco en él y veo el niño que fui. El tiempo. La Semana Santa es también eso: celebración de los ciclos vitales. La única resurrección posible. La vida eterna que reside en cada instante, en la belleza que también encontramos en una tarde lluviosa, y triste, e martes santo.

Los días lluviosos de Semana Santa hacen posibles otras miradas. Internas, melancólicas, más silenciosas e íntimas. El interior de los templos, donde se puede cortar la tristeza y el irremediable peso de lo fugaz, se convierte en refugio y en claustro. Como si el parto hubiera sido fallido y la vida se quedara adentro, resguardada, sólo accesible a los más atrevidos. El interior parece otro mundo, otra ciudad, otro espacio separado del exterior por una frontera de incienso.
Las velas encendidas y el paso quieto nos alertan de que la vida se reduce a un instante. El vuelo de una lágrima. Casi nadie se atreve a romper el silencio en el interior de la Trinidad. El templo no tiene más remedio que hacerse calle, tal y como debería hacer más a menudo una iglesia que no hubiera dejado de creer en las bienaventuranzas. Esta es otra Semana Santa. La no deseada pero la que también está atravesada por emociones que Abel sabe distinguir con la sabiduría de quien se entrega sin mesura a sus pasiones.

La lluvia cambia el color del cielo y de las calles. Cuando cesa, queda su olor impregnándolo todo, la humedad en los pantalones, los ojos que ya no pueden dejar de mirar hacia arriba.
La primavera parece otoño con la lluvia y deja un rastro de melancolía tras el paso que vemos apresurado.
El Patio de los Naranjos huele a tierra mojada cuando sale retrasada la Agonía. Después del diluvio. La tarde es gris y no hay quien mantenga encendido un cirio.
Abril parece octubre pero la mirada de Abel me dice que no me equivoque. Que sigue la celebración y que él no está dispuesto a dejar que la lluvia rompa su entusiasmo. Mira al cielo y cruza los dedos. Me reconozco en él y veo el niño que fui. El tiempo. La Semana Santa es también eso: celebración de los ciclos vitales. La única resurrección posible. La vida eterna que reside en cada instante, en la belleza que también encontramos en una tarde lluviosa, y triste, e martes santo.

Los días lluviosos de Semana Santa hacen posibles otras miradas. Internas, melancólicas, más silenciosas e íntimas. El interior de los templos, donde se puede cortar la tristeza y el irremediable peso de lo fugaz, se convierte en refugio y en claustro. Como si el parto hubiera sido fallido y la vida se quedara adentro, resguardada, sólo accesible a los más atrevidos. El interior parece otro mundo, otra ciudad, otro espacio separado del exterior por una frontera de incienso.
Las velas encendidas y el paso quieto nos alertan de que la vida se reduce a un instante. El vuelo de una lágrima. Casi nadie se atreve a romper el silencio en el interior de la Trinidad. El templo no tiene más remedio que hacerse calle, tal y como debería hacer más a menudo una iglesia que no hubiera dejado de creer en las bienaventuranzas. Esta es otra Semana Santa. La no deseada pero la que también está atravesada por emociones que Abel sabe distinguir con la sabiduría de quien se entrega sin mesura a sus pasiones.

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