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LA FIESTA TERMINÓ

DIARIO CÓRDOBA, 16/01/2012
Durante los últimos años todos hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Hemos sido prisioneros de un sueño que alargó el presente y que nos mantuvo en la inconsciente alegría de la adolescencia. Estábamos además respaldados por unos poderes públicos que sostenían nuestras necesidades básicas y que actuaban como los progenitores siempre preparados para salvar del naufragio a sus descendientes. Es decir, entre todos confundimos el Estado Social con un mago sanador de heridas y con un mesías capaz de corregir no solo las injusticias sino también las irresponsabilidades. Ello contribuyó a perfilar una ciudadanía individualista y centrada en sus ambiciones personales. Es decir, el Estado Social no contribuyó a armarnos éticamente con valores como la solidaridad o la hospitalidad, sino que al contrario propició que entendiéramos que los mismos solo incumbían a unas administraciones encargadas de poner límites a nuestras libertades y de reequilibrar el acceso a los bienes y derechos.
Este devenir de consecuencias nefastas para la calidad de la democracia fue alimentado por unas Comunidades Autónomas que, en época de abundancia, asumieron sus competencias como el nuevo rico que suele confundir cantidad con calidad. Impulsadas en la mayoría de las ocasiones por una dinámica de oposición al Estado y por una lógica bilateral, convirtieron el presupuesto público en el escenario idóneo para, junto a logros indiscutibles, cometer todo tipo de excesos que solo ahora, cuando la fiesta llega a su fin, están saliendo a la luz.
En el caso concreto de Andalucía, los 30 años de gobierno socialista han propiciado además la consolidación de unas estructuras de poder en las que ha sido relativamente fácil escapar a los debidos controles, entre otras cosas porque se ha procurado que la ciudadanía estuviera anestesiada. De una parte, mediante la creación de una tupida red clientelar que ha favorecido los silencios cómplices y los estómagos agradecidos. De otra, a través de una política de comunicación que nos ha adormecido entre coplas, arrayanes y alabanzas al gobernante. En lugar de fomentar una ciudadanía crítica y responsable, emprendedora, con ganas de pelear por su futuro y con capacidad de exigirse a sí misma y a los que la representan, durante 30 años se ha favorecido la cultura del subsidio, del gratis total y de la complacencia paralizante. Todo ello bajo la cobertura de un discurso progresista y amparado en la omnipotencia que otorga la posesión prolongada de los escaños. Hasta el punto de que pasadas tres décadas muchos son los que tienen cosas que callar y pocos los que tienen la valentía de denunciar las servidumbres.
Como andaluz no me sirve de consuelo la comparación con otras Comunidades, ni tampoco las justificaciones de última hora que pretenden eximir de responsabilidad a los que nos gobiernan. Como ciudadano de esta Comunidad Autónoma no puedo más que lamentar que en estos años hayamos pasado por alto la salvaguarda de principios democráticos básicos como la división temporal del poder o el escrupuloso respeto de la transparencia y el pluralismo. Todo ello sin olvidar el cuestionable entendimiento de unas políticas de bienestar que han confundido la justicia social con la compra de afectos, el protagonismo de lo público con la parálisis ciudadana. Un proceso en el que, vuelvo a insistir, todos en mayor o menor medida hemos sido cómplices. Aunque no todos, obviamente, nos hayamos pasado de la "raya".
Ahora que la fiesta llega a su fin, y en un momento además en que el socialismo anda perdido entre la contienda de los nombres y el vacío de las ideas, se impone un ejercicio de autocrítica y de exigencia ciudadana. Nuestra tragedia es que las alternativas dejan mucho que desear y que la desesperanza gana terreno. Sin embargo, nunca deberíamos renunciar a ejercer la cuota de poder que nos otorga la democracia: la única entrada que nos permitirá acceder a la fiesta que, nunca más, deberían organizar a costa de nuestros bolsillos

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