Cuaderno de bitácora, Viaje en el Transcantábrico 13-20 Agosto 2011 (1)
Viajar en tren. La vida en movimiento. El romanticismo de agarrarse a una velocidad humana, mesurada. Sentir que no somos de ninguna parte y de todas al mismo tiempo. Que sólo somos tránsito, puente, pisadas. Peregrinos. Imaginar un encuentro afortunado, una pasión momentánea, una escala capaz de cambiar el rumbo de los días. Material de novela y versos: ventanillas que se abren a otros mundos, a otros pasos, a otros lugares que pasan rápidos. Agua que fluye, nubes que corren, emociones complejas.
El tren tiene una medida humana, dulce, acariciadora. En él hay tiempo para los sueños y espacio para las palabras. En un tren conoció Ana Karenina a Vronsky y en unas vías castigó su libertad. Estaciones para las novelas y los dramas. Leer y viajar. En el fondo son los mismo: malabarismos del corazón y la cabeza con los que compensamos nuestras limitaciones. Por lo tanto, una necesidad para seguir estando vivos. Para crecer. Como lo hace Abel que lo mira todo curioso, inquieto, absorbiendo cada detalle y cada segundo. Como lo ha hecho en este viaje de Norte salado y verde. Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco, Castilla y León. Otras Españas, todas y una. País plural de tierras que forman un puzzle a veces esquizofrénico y cargado de razones que la razón no entiende. El Transcantábrico ha sido un viaje desde dentro hacia afuera, cálido pese a las nubes grises que nos sorprendían, dulce pese a la humedad de los paisajes, grato como una caricia que te ayuda a entender que no eres nada sin los demás.
Un viaje por la diversidad, por las mil piezas de un mosaico grandioso, abierto a miles de rimas y músicas. Lo contrario a los dogmas. A las puertas cerradas. Un recorrido que hemos hecho mientras que Madrid hervía de fervor católico. El show de la fe y el espectáculo de los poderes confundidos. Yo sólo creo en el viaje, en el tren, en la literatura, en los cielos que me hieren con su belleza. En la eterna carrera que es la vida y que nos demuestra, a cada paso que damos, que el camino es la meta. El viaje a Ítaca de Kavafis y de todos los que no nos conformamos con mirar un espacio quieto a través de una ventanilla que siempre nos ofrece el mismo paisaje.
Viajar en tren. La vida en movimiento. El romanticismo de agarrarse a una velocidad humana, mesurada. Sentir que no somos de ninguna parte y de todas al mismo tiempo. Que sólo somos tránsito, puente, pisadas. Peregrinos. Imaginar un encuentro afortunado, una pasión momentánea, una escala capaz de cambiar el rumbo de los días. Material de novela y versos: ventanillas que se abren a otros mundos, a otros pasos, a otros lugares que pasan rápidos. Agua que fluye, nubes que corren, emociones complejas.
El tren tiene una medida humana, dulce, acariciadora. En él hay tiempo para los sueños y espacio para las palabras. En un tren conoció Ana Karenina a Vronsky y en unas vías castigó su libertad. Estaciones para las novelas y los dramas. Leer y viajar. En el fondo son los mismo: malabarismos del corazón y la cabeza con los que compensamos nuestras limitaciones. Por lo tanto, una necesidad para seguir estando vivos. Para crecer. Como lo hace Abel que lo mira todo curioso, inquieto, absorbiendo cada detalle y cada segundo. Como lo ha hecho en este viaje de Norte salado y verde. Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco, Castilla y León. Otras Españas, todas y una. País plural de tierras que forman un puzzle a veces esquizofrénico y cargado de razones que la razón no entiende. El Transcantábrico ha sido un viaje desde dentro hacia afuera, cálido pese a las nubes grises que nos sorprendían, dulce pese a la humedad de los paisajes, grato como una caricia que te ayuda a entender que no eres nada sin los demás.
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