Me considero ciudadano de todos los lugares que he recorrido. Mi patria, por tanto, está hecha de múltiples fragmentos, de fotografías desordenadas y cuadernos de bitácora escondidos en los cajones. Mi patria es una mezcla imposible de realidad y deseo, de memoria y anticipación, de raíces y ventanas. Ahora bien, por debajo de ese rompecabezas late una brújula que está impresa en las plantas de mis pies, en mis cinco sentidos, en el reverso de todas las páginas que escribo.
La brújula a la que me refiero tiene que ver con mi infancia, con la voz de mis abuelas y los sabores que aún puedo sentir cuando cosquilleo con la lengua mi memoria. Cuando me dejo llevar por ella, mis piernas vuelven a ser las de un niño de ojos inquietos. Las piernas que se pierden por las calles del Cerro, siguiendo el rastro del sol que multiplica el blanco de las paredes, atreviéndome a buscar los tesoros que se esconden en los patios. Esos santuarios donde mujeres con delantal riegan las plantas y cuidan las emociones, atentas a cualquier hoja que caiga al suelo, a cualquier herida que pueda romper el equilibrio familiar. Las reinas de la casa que casi nunca llegaron a ser princesas de la ciudad. Mi abuela Carmen firmando con su dedo manchado de tinta y mi abuela Rita mirando el mundo desde la copa de los árboles. Sabor de pestiños y gajorros. Biscotelas en el torno de las Madres Agustinas. “Ave María purísima…”.
En mi pueblo es fácil dejarse llevar por los olores a puerta limpia, a cal y a dulce amasado con esmero. Basta con que los pies sigan el rastro de las plazas, el vuelo firme de los balcones, el susurro del agua que baja de la montaña. Agua que multiplica la vida en la fuente de la Placeta, la que se desborda en la Fuente del Río, la que hace fértiles las huertas. Mi pueblo es de agua y de magdalenas, de incienso y de tambores. Primavera resucitada de iglesias y campanarios, columnas de mezquita que cantan en mozárabe, rostros de vírgenes niñas que lloran las muchas penas que tantas mujeres lloraron en silencio. Remedios, Soledad. Y una bandera de colores que en septiembre ampara a todos los que la besan.
El tiempo en Cabra es un tiempo cálido, sensitivo, amortiguado. Las horas se dulcifican en espacios que abrazan. No existen los relojes en el Parque Alcántara Romero, ni en las piedras de la Villa, ni en los salones brillantes de un Palacio en el que podría escribir una novela de amor. El tiempo es como uno de esos guisos que a fuego lento cocían mis abuelas. Como el polvo acumulado en un ejemplar de la biblioteca de mi Instituto. Donde empecé a preguntarme por el sentido de los días. Ganas de saber, literatura, república de las letras.
Con los años he descubierto que esa brújula está cosida a un bolsillo de mi chaqueta, aunque ahora mi hijo intenta apoderársela. Porque ha descubierto la alegría de buscar tesoros en las macetas de Cabra mientras su madre corre libre por la Vía Verde. Porque tal vez ha empezado a intuir que con ella, esté donde esté, siempre tendrá a su disposición un pedazo de cielo.
Publicado en CÓRDOBA POR DENTRO. LA SUBBÉTICA (1ª PARTE), 31 de marzo de 2010. Diario CÓRDOBA
"Como el polvo acumulado en un ejemplar de la biblioteca de mi Instituto". Hermoso texto, querido Octavio. Más que de iniciación, es un afianzamiento en el regreso, con mucho más que raíces que de ventanas, o con las raíces, mejor dicho, hechas ya ventanas al futuro.
ResponderEliminarUn abrazo!