“No escribo desde la ira, de eso ya he tenido toda una vida de lucha infinita e inextinguible. Soy batalla constante. Desde el exilio escribo; desde otra tierra, forastero, ajeno a mi país. Y desde mi obligada extranjería me pronuncio”
Empecé a seguirle la
pista cuando leí en varios medios las noticias sobre las denuncias que había
provocado su obra en la que, con ostias consagradas en el suelo, denunciaba la pederastia en la Iglesia
Católica. Desde ese momento se convirtió
en un habitual de mis clases de Derechos Fundamentales cuando hablo de la
libertades de expresión y creativa, y de lo inconsistente que es mantener en
nuestro ordenamiento jurídico el delito de ofensa de los sentimientos
religiosos. Supe mucho más de su historia a través de la imprescindible película
de Isabel de Ocampo Serás hombre, la cual no dejo de recomendarla como
punto de partida para una reflexión sobra la necesidad, la urgencia diría yo,
de desmontar la masculinidad. Después de escribir sobre esa película, y de
establecer conexiones entre su potencia creadora y la que atesora mi hijo que
se llama igual que él, tuve la suerte de coincidir con Abel Azcona en un debate
del programa Versión española, en el que conversamos sobre hombres y
masculinidades tras ver la estupenda película de Achero Mañas, Todo lo que
tú quieras. Desde entonces, tengo
la suerte de seguirlo a una cierta distancia, pero también de sentirlo de
cerca. En algún momento hemos tenido conversaciones y abrazos. También coincidimos
antes de la pandemia en Ibiza para hablar de hombres puteros. Y allí él habló
mucho del proyecto en el que ya andaba metido, Volver al padre.
Hace unas semanas, por
un motivo que no viene a cuento explicar, y que tiene que ver con las redes que
se crean como por arte de magia, volví a conversar con Abel, que me mostró
orgulloso su biblioteca de libros feministas. Descubrí en ella dos ejemplares
de El hombre que no deberíamos ser. Me habló de su último libro, en el
que compila toda la base teórica y el documental de uno de sus últimos
proyectos artísticos, centrado, de nuevo, en la paternidad y yo diría que también
en la masculinidad. El largo viaje culminó en una performance en la Sala Amós
Salvador de Logroño, donde también se expuso toda la documentación. El libro,
titulado como todo el ambicioso proyecto, Volver al padre, recoge ese intenso
itinerario, pero mucho más. Lo acabo de descubrir gracias a la generosidad de
Abel que el mismo día de nuestra conversación me envió un ejemplar. Lo hizo con
la condición de que yo le remitiera uno de mi Autorretrato de un macho
disidente. Y así cerramos el pacto de (no) caballeros.
Como señala Marina Abramovic en el prólogo, los artistas de performance siempre ponen en escena la propia vida, sus dolores, sus miedos, para que de alguna manera los espectadores nos reflejemos en ellos como en un espejo. Eso es lo que continuamente hace Abel, servirse de cuerpo como mapa para realizar recorridos emocionales, mostrar sus heridas abiertas para compartir la sangre y el pus, hurgar en sus terrores como vía de sanación. Todo eso y más es lo que fluye y emana en esta obra tan singular que he leído tembloroso y dolorido. Con una mezcla rara de estilos, que van de lo que pudiera parecer un documento judicial a lo que nos recuerda a un diario/confesión, pasando por fragmentos que bien pudieran ser la base de un guion de una serie condenada al éxito, el que empezó siendo Abel-David Lebrijo González relata sus orígenes y, desde ellos, su búsqueda permanente del padre. No tanto como figura física o tutor jurídico, sino más bien como presencia vinculada con la empatía. El eje de ternura que siempre faltó en su vida. El “hijo de puta”, que es también “hijo de la ideología católica que te obliga a nacer para una vez nacido abandonarte a la deriva”, relata en ocasiones con frialdad de perito las violencias y los abusos, el abandono y la tristeza, el hambre y los golpes que marcaron su infancia. Entre tanto desgarro, brota sin embargo con frecuencia un cierto lirismo, el alma de poeta del chico con sombrero, el grito vindicativo del que incluso habla de su derecho a no nacer. Convertido su cuerpo en diana de venganzas y dolores ajenos.
Su búsqueda acaba
llegando al lugar de la negación, al “no padre”, al que escribe una brutal
carta al estilo de la célebre de Kafka. El que con independencia de si fue su
semen en el que dejó embarazada a la madre prostituida, faltó en cuanto padre encargado
de los cuidados y los afectos. El hombre que NO deberíamos ser. El desasosiego
que me ha provocado la lectura de cómo Abel recrea sus primeros años de vida me
han recordado el intenso y bellísimo libro de Miguel Ángel Oeste, Vengo de
ese miedo. Este podría haber sido un buen subtítulo para el del artista: el
miedo a las bofetadas, a los tirones del pene, a las penetraciones anales, a
las magdalenas sin migas. El niño múltiplemente abandonado: por su madre, por
su familia de crianza, por su familia adoptiva. La mala educación católica.
Desde esta suma extrema
de puñales, es fácil entender la obra de Abel, sus permanentes actos de desobediencia,
los cuales tienen como punto de partida su esencia de negaciones: “Soy la suma inexacta
de todas las resistencias y negaciones que me habitan, las que me deforman y me
habilitan para la vida”. Desde esta evidencia, su resistencia es radicalmente
política, corpórea, angustiosa y puede que al fin emancipadora. Mucho más que
una simple provocación: yo también querría que me besara en la boca como un día
le hizo a Luisgé Martín y a su marido.
Y así, Abel, el del
nombre bíblico, el que no fue ajusticiado por Caín, el que ha hecho de tu vida
un permanente viaje en huida de los noes, en rebelión contra la mala sangre que
cree reconocer en sus ojos claros, en perversa lucha contra dependencias que calman,
tan necesitado de caricias, de esas que parecen arar la piel para que con el
tiempo broten los frutos, se libera. O lo intenta al menos. Del abandono al
desenlace, pasando por el nudo de la violencia, la que generó haber nacido
muerto. En busca siempre de la ternura de la madre. Contra el olvido. Un macho
disidente, un extranjero, un insumiso frente al biopoder, un devenir con
Virginia Woolf tatuada en el brazo. Un
hombre que es niño y que siempre anda por los tejados buscando una matria de
acogida.
VUELVO A TI PERO NO VOY A QUEDARME. VOY A SOLTARTE LA MANO PARA QUE TE PRECIPITES. VUELVO A TI PARA QUE SEPAS QUE NO SOY NI SERÉ COMO TÚ. VUELVO AL PADRE, PERO SÉ CONSCIENTE DE QUE AQUÍ NO TIENES UN HIJO.
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