Hace apenas unos días el Tribunal Constitucional al fin hacía público el contenido de la sentencia con la que ha avalado la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de interrupción voluntaria del embarazo. Batiendo todos los récords de su historia, el máximo intérprete de nuestra Constitución ha tardado nada más y nada menos que 13 años en dar respuesta definitiva a una de las proyecciones más esenciales de los derechos fundamentales leídos desde una perspectiva de género. De hecho, el fallo prácticamente se ha superpuesto a la entrada en vigor de Ley Orgánica 1/2023 que reforma la anterior de 2010, lo cual ha provocado de hecho entre los magistrados una serie controversia, de esas densamente jurídicas que tanto gustan a los especialistas, sobre la pérdida de objeto del recurso con relación a varios artículos de la ley impugnada ahora ya modificados. Este largo periplo, en el que se han entremezclado de manera bochornosa tensiones partidistas y bloqueos diversos dentro y fuera del órgano, ha contribuido de manera singular al desprestigio de un Tribunal que presenta graves carencias y dolencias. En todo caso, bienvenido sea un fallo que, apartándose con criterio de los argumentos usados en la polémica sentencia que en 1985 avaló los entonces tres supuestos de despenalización del aborto, ha venido a afirmar un “derecho de la mujer a la autodeterminación respecto de la interrupción del embarazo”, con base en la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad (art. 1.1 y 10.1 CE), así como en su derecho a la integridad física y moral (art. 15 CE). Es decir, para la mayoría del TC no hay duda de que “la decisión acerca de continuar adelante con el embarazo, con las consecuencias que ello implica en todos los órdenes de la vida de la mujer – físico, psicológico, socia y jurídico – enlaza de forma directa con su dignidad y el libre desarrollo de la personalidad, en cuanto afecta a la libertad de procreación de la mujer y condiciona indiscutiblemente su proyecto de vida”.
Más allá del debate que ha planteado superar el enfoque
constitucional del aborto como un conflicto entre la mujer embarazada y el nasciturus, tal y como se manifiesta en los votos
particulares de Enrique Arnaldo y Concepción Espejel, una cuestión de fondo en
esta sentencia es la capacidad del propio TC para ir más allá de la
Constitución e incluso definir derechos que no están expresamente reconocidos
en ella. De la misma manera que se planteaba recientemente en la sentencia
sobre la ley de eutanasia, en la que habla de un derecho a decidir sobre la
propia vida en un contexto eutanásico (STC 19/23, de 22 de marzo), con respecto a la interrupción voluntaria del
embarazo se cuestiona por parte de los magistrados, si de esa manera el Tribunal se sitúa fuera
de los márgenes del control de constitucionalidad y se adentra en el espacio
del poder constituyente. En definitiva, este debate no hace sino evidenciar dos
posiciones de la doctrina constitucionalista con respecto a cómo deben
reconocerse y garantizarse derechos en el marco de un sistema cuya rigidez hace
prácticamente imposible la reforma de la Constitución y en el que por tanto se
hace necesario que todos los poderes – legislativo, ejecutivo, judicial - , y
también el TC, asuman un papel constructivo en cuanto a la efectiva protección de nuevas
realidades, de sujetos y colectivos no contemplados de manera expresa en el
texto constitucional y de, en definitiva, nuevas proyecciones de ese núcleo
duro que lo constituyen la dignidad y los derechos “clásicos” derivados de ella. Tal y como deja claro la
sentencia recién publicada, el TC ha de obedecer a una interpretación
evolutiva, situada en un determinado contexto histórico y social y que permita extraer de las proclamaciones
constitucionales, interpretadas además conforme al Derecho Internacional de los
derechos humanos, nuevos horizontes de posibilidad para el desarrollo de
potencialidades y capacidades de los sujetos.
En esta línea evolutiva, y tal como se ponía de manifiesto
también en la reciente sentencia sobre
la eutanasia, o en otros pronunciamientos como en el que en 2019 reconoció la
identidad de género de las personas menores de edad, observamos una progresiva
construcción por parte de nuestro TC de un paradigma de derechos en torno al
concepto de autonomía. Una referencia que, como bien saben las mujeres, y como
bien ha construido teóricamente el iusfeminismo, es clave para el avance en una
sociedad en la que el género, entre otros factores, no sea determinante del
diferente estatus que seguimos teniendo mujeres y hombres en los Estados
constitucionales contemporáneos, por más que formalmente las leyes nos
reconozcan como iguales.
Ese nuevo paradigma, desde el cual deberíamos abordar las
cuestiones pendientes con la ciudadanía de las mujeres, así como también buena
parte de las relacionadas con sujetos y colectivos “no normativos”, es
subrayado de manera singular en el voto particular de la magistrada María Luisa
Balaguer. Tal y como ya hiciera en su voto concurrente en la sentencia sobre la
eutanasia, Balaguer plantea que en este caso el TC incluso se queda corto. La
magistrada apela a una interpretación constructiva y a la necesidad de que “el
Tribunal Constitucional español formule un reconocimiento mucho más garantista
de los derechos de las mujeres que el que se identifica en los textos o
pronunciamientos de los órganos de tratados, o en otros modelos de democracias
constitucionales”. Su opinión es rotunda, rotundamente feminista, al entender
“que no hay derechos constitucionales en conflicto, en la medida en que el embrión
y el feto son parte del cuerpo de la mujer y son la libertad (art. 17.1. CE) de
esta, su dignidad (art. 10.1 CE), su integridad física y moral (art. 15.1 CE),
su facultad para configurar su proyecto de maternidad (art. 18 CE), y su salud
sexual y reproductiva (art. 43 CE), los únicos elementos con soporte
constitucional expreso, en tanto que la mujer es titular plena de todos estos
derechos reconocidos en la Constitución”. En consecuencia, ha de ser “la libre
disposición de la mujer embarazada” el eje que nos permita anclar como derecho
la interrupción voluntaria del embarazo. Desde este presupuesto, “es preciso
evitar el análisis de la interrupción voluntaria del embarazo como un conflicto
entre la vida prenatal y la libertad de decisión de la embarazada, porque esta
aproximación atribuye al embrión la naturaleza de objeto autónomo e
independiente de la mujer que lo gesta, y esa visión no cabe en una comprensión
de la dignidad de la mujer como individuo libre, consciente y responsable,
capaz de asumir las obligaciones derivadas de sus percepciones morales en caso
de que exista, o no de no hacerlo”. Un entendimiento que, por otro lado, apunta
Balaguer, es el único posible en una sociedad laica, en el que los posibles
conflictos con otros bienes jurídicos, como puede ser el nasciturus, hay
que resolverlos en clave moral y, por tanto, particular. De la misma manera que
las posibles limitaciones a la autonomía de la mujer no deben establecerse
desde consideraciones religiosas.
La magistrada Balaguer, como viene haciendo en una ya larga
serie de votos particulares en los que está construyendo una necesaria y
todavía minoritaria interpretación iusfeminista de la Constitución (véase por
ejemplo su opinión sobre la educación diferencia por razón de sexo en la reciente
sentencia de 18 de abril de 2023), insiste en el reconocimiento de la capacidad
de autodeterminación de las mujeres sobre sus cuerpos y sus vidas, y por tanto,
en consecuencia, en las obligaciones prestacionales del Estado que derivan de
los derechos conectados a su salud sexual y reproductiva. De la misma manera
que habría que llevar a sus últimas consecuencias el reconocimiento de las
mujeres como seres autónomos y sin que, por tanto, vean condicionado el
ejercicio de un derecho a la recepción de una información que sobrepasa los
límites del “consentimiento informado” y se adentra en los pantanosos
territorios de la moral.
El voto particular de Balaguer pone de manifiesto no solo lo
importante que es que en los órganos y en las instituciones haya mujeres que
incorporen la perspectiva feminista y que entiendan el Derecho como una
herramienta de transformación social, sino que también evidencia cómo continuamos
arrastrando a estas alturas un sistema constitucional en el que hay una
carencia de partida: la exclusión de las mujeres en la definición del pacto.
Una injusta ausencia de la que es buena prueba que, por ejemplo, sus derechos
sexuales y reproductivos no estén en el núcleo duro de lo que las
Constituciones contemporáneas entienden por dignidad. Un “agujero negro” que la
sentencia del Constitucional contribuye como mínimo a iluminar.
PUBLICADO EN DIARIO PÚBLICO, 20 de mayo de 2023:
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