Virginia Woolf lo explicó hace un siglo en su indispensable Tres guineas. Los hombres hemos necesitado siempre de rituales a través de los cuales escenificamos nuestro poder y en los que la ropa ha sido esencial para confirmarnos como parte de la fratría. El traje masculino, que todavía sigue siendo una especie de uniforme civil en determinados contextos, ha estado ligado siempre a nuestras posiciones dominantes y a una cultura, la masculina, que también penetra en las mujeres y que perversamente les dice a ellas que si quieren triunfar han de actuar como hombres.
Pese a lo mucho que las mujeres han ido conquistado en el espacio público, no sin luchas ni resistencias, todavía hoy el poder sigue siendo mayoritariamente una cuestión de hombres. Los poderes políticos, y no digamos los económicos o tecnológicos, siguen respondiendo a una lógica masculina y masculinizada, que se reproduce a través de redes no siempre visibles mediante las cuales siempre nosotros nos mantenemos en una posición de privilegio. De ahí las dificultades de las mujeres para entrar en esos “clubs” exclusivos y excluyentes, formales en muchos casos, informales en otros, y que tienen una larga tradición de forja de la virilidad y de administración del prestigio y la autoridad en las sociedades modernas.
Todo ello lo analiza Martine Delvaux en The boys club. Por qué los hombres siguen dominando el mundo, un libro demoledor en el que argumenta cómo siguen siendo los “pactos de caballeros” los que en gran medida mueven el mundo, controlan la mayoría de los espacios públicos y sitúan a las mujeres en un lugar subalterno. Esos clubes de hombres constituyen además un espacio de reafirmación de nuestra identidad masculina, siempre en crisis y necesitada de aval, además de todo un laberinto en el que con frecuencia se amparan prácticas explotadoras de mujeres. Como bien explica Delvaux, los hombres no necesitamos un objeto común para crear comunidad alrededor de nosotros. Es la masculinidad, colocada en el centro, la que nos unifica. Una centralidad que, además, se convierte en ficticiamente universal, desde el momento en que entendemos que lo masculino representa lo humano, que nosotros seguimos siendo el centro del universo y que lo femenino no es más que lo específico y particular.
Esta construcción del género masculino como “no marcado”, es decir, como supuestamente neutral, se proyecta en esa especie de uniforme que vemos repetirse en los trajes – el azul oscuro casi negro con el que sueña Quim Gutiérrez en la película así titulada – que usan los hombres poderosos, los influyentes, aquellos cuyas manos mecen la cuna. Parte de una hermandad en la que los colores neutros y las chaquetas que son como una armadura nos vuelven prácticamente invisibles, que nos protegen frente a la intemperie y que nos permite reconocernos como equivalentes. Esa hermandad en la que conviven desde el impecable putero que interpreta Richard Gere en Pretty Woman al El lobo de Wall Street encarnado por Di Caprio.
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