Cuando hace prácticamente tres años leí El hijo zurdo, tuve esa extraña sensación que te conmueve, que te sacude, solo muy excepcionalmente, y que es el fruto de una lectura que te lleva a territorios hondos, que te deslumbra y te interroga. Que te hace, además, sentir dolores, olores y emociones. Ya había leído Diario de campo y tenía la gran suerte de conocer a su autora, Charo Izquierdo, una de esas mujeres de las que siempre aprendo sin necesidad de que se suban a un púlpito para lanzar diatribas y sermones. En un momento de mi vida en que cada vez me cuesta más encontrar novelas que operen esa suerte de revelación que es la buena literatura, descubrir a Charo ha sido uno de los grandes regalos de la vida. Por todo lo que sus libros me cuentan y me interpelan, aunque también, y es lo más importante, por la suerte de saberla cercana y cómplice. En ese puente imaginario que conecta Córdoba y Sevilla a través a las redes y las palabras.
Compartí con ella la emoción de saber que para mí su mejor novela, de la que yo en su día escribí que bien podría haberse titulado “La madre zurda”, iba a convertirse en una serie de televisión. Nunca olvidaré cuando nos contó la noticia, todavía en voz baja, a Fer y a mí, en una calurosa noche cordobesa. Estaba deseando pues ver la adaptación hecha por Rafael Cobos, en lo que es su primera dirección en solitario, tras una larga trayectoria al lado de Alberto Rodríguez: uno de esos directores que tan bien cuentan las historias pero al que no le vendría mal tener presente una cierta perspectiva de género. Con la inquietud cercana a la de un niño pequeño que abre los regalos el día de Reyes, encendí la pantalla para dejar que fluyeran los seis capítulos de la miniserie, como si en vez de un relato partido estuviera realmente viendo un largometraje. Y llegué al final con una sensación agridulce.
Todo lo que más me gusta de la serie es justamente lo que está en la novela de Charo: ese retrato de las maternidades desde otro ángulo, su apuesta por la sororidad como horizonte de posibilidad, su perspectiva de género pero también de clase. Todo ese revuelto de emociones, culpabilidades, dolores y aprendizajes que supone para las mujeres asumir un papel y pelearlo en un mundo que sigue sin estar hecho a su medida. En este sentido, la fuerza de los personajes de Lola y Maru, pero también el de sus madres, y el de la hermana, y el de la novia (que ha desaparecido en la serie), es decir, toda esa genealogía femenina, es en la novela el pulso que le permite a su autora pasear por territorios que fácilmente podrían haberla precipitado al melodrama, a la narración estereotipada, a un discurso feminista, de esos que ahora parecen más responder a una moda que a una verdadera convicción. Izquierdo sortea todos esos riegos con éxito y consigue que su novela sea radicalmente política sin parecerlo, comprometidamente feminista sin subrayarlo, intensa y emocionante sin juegos facilones. Una novela corta en extensión a la que no le sobran páginas, en la que también con los silencios y los vacíos se cuenta tanto.
Entiendo que todo esa atmósfera, y al mismo tiempo ese compromiso, es difícil de trasladar a un relato audiovisual en el que predominan otras claves. De ahí que en general me sienta tan decepcionado cuando veo en la pantalla la traducción de un libro de esos que me han removido tanto. Lo mejor de la serie de Rafael Cobos es justamente cómo consigue trasladarnos el periplo emocional, corporal también diría yo, de esas madres en el precipicio. Y cómo además lo enmarca en la realidad de una Sevilla que no es la que habitualmente miramos. Sin duda, la serie está muy bien rodada, está muy cuidada formalmente y aporta el retrato de realidades que todavía hoy continúan siendo minoritarias en el audiovisual más comercial. La serie tiene momentos de gran belleza e impacto emocional, a lo que ayuda a una hermosísima banda sonora, en la que sobresale la elección de música cofrade que no solo nos ubica en un lugar sino que también nos lleva de alguna manera al vía crucis materno. Al final, la historia de Lola y Loren, o la de Maru y el Loco, bien podría haberse titulado algo así como La piedad (con el permiso de Eduardo Casanova)
Sin embargo, lo que menos me gusta de la serie, y lo que a mi parecer le quita la potencia que sí tiene la novela, es todo lo que el adaptador y director ha añadido sobre el marido de Lola, sobre ese mundo turbio y corrupto en el que se mueve. No me gusta porque, además de estar plagado de estereotipos y lugares comunes, archisabidos y metidos como con calzador, me desconecta del drama central. De hecho, en la novela los personajes masculinos, más allá de los jóvenes, y muy especialmente Loren, apenas son esbozos, sombras, parte de la historia, sí, pero no protagonistas del relato. Charo Izquierdo deja muy claro en sus páginas que lo que a ella le interesa contar es ese espacio de luchas, emociones y fracasos femeninos, de vínculos y sostenes emocionales, de fragilidades y aprendizajes. Algo que en la serie se diluye muy especialmente en el capítulo cuarto y en un desarrollo del final que está muy lejos del tan singularmente emocionante que leemos en el libro. Todas las interpretaciones están a la altura del relato y hasta María León, que nunca fue santa de mi devoción, consigue que me crea que es Lola. Me he quedado con las ganas de más Tamara Casellas, esa prodigiosa actriz a la que descubrí en “Ama”, y no entiendo por qué en la serie no aparece la novia de Loren y cómo se desaprovecha ese vínculo tan constructivo que Izquierdo nos regala casi como puerta esperanzada. También me he quedado con más ganas de saber de las dos madres de las protagonistas, esas mujeres mayores tan distintas, pero que son claves en el presente de Lola y de Maru. El personaje de Marisol Membrillo daría para todo un spin off.
Cuando terminé los seis capítulos pensé en cómo habría sido la adaptación si en ella hubieran metido las manos una guionista y una directora con perspectiva feminista. Esa que es columna vertebral de la obra de Izquierdo aunque apenas lo notemos si nos quedamos en una lectura superficial. Imagino que una creadora con estas lentes puestas habría ido más allá del esqueleto dramático de la historia que, sin duda, se traduce en potencia narrativa en la pantalla. La transposición de Rafael Cobos es como si se resistiera a desmontar la centralidad masculina, como si fuera incapaz de contar lo que les pasa a sus mujeres protagonistas sin darle cancha a “lo nuestro”. Eso que por supuesto está en la novela, pero en el plano secundario que debe. En muchos momentos de la serie es inevitable pensar que es un hombre el que está mirando el mundo de las mujeres, pero un poco desde afuera. Y es evidente que hay planos que chirrían y que responden a esa mirada, como el que nos retrata a la hija en ropa interior, de espaldas, en uno de esos imaginarios tan básicos de las cámaras masculinas. De la misma manera que hay un abuso de unos primeros planos de María León, en un cierto regodeo, a lo Almodóvar, en el perfil de las mujeres como seres sufrientes y para otros. Lo que en la novela se lee como una conquista de sí no me parece tan claro en la serie. Como tampoco está tan bien contado como en la novela el periplo de ese hijo que se tuerce. En este sentido, sobran planos a lo James Dean y tal vez falte algo más de la turbia realidad que representan los discursos reactivos entre los más jóvenes. En la novela, no en la serie, la cercanía en este sentido entre Loren y su padre queda dicha en apenas dos líneas, por ejemplo.
Pese a los desaciertos, creo que “El hijo zurdo” es un más que digno producto audiovisual que, imagino, generará más entusiasmo entre quienes se acerquen a él sin haber leído a novela, que en quienes como yo llevaban ya más de dos años teniendo presentes a la Lola y a la Maru que imaginé a partir de las palabras de la autora. En un libro que, créanme, es posible hasta oler el guiso de cazón que hace una de las mujeres, cosa que en la serie ni siquiera adivinamos. Vean la serie, por supuesto, pero no dejen de leer la novela. La primera les sacudirá. La segunda les conmoverá.
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