El cine está lleno de historias en las que los protagonistas han sido dos hombres que habitualmente han corrido juntos aventuras de todo tipo. Es todo un género, las llamadas buddy movies, en el que durante décadas hemos visto forjarse relaciones de camaradas, eso sí, siempre a resguardo de que entre ellos circulara, salvo excepcionalmente, algo parecido a la afectividad. En este tipo de películas encontramos un perfecto tratado sobre cómo se construyen unas masculinidades patriarcales que parecen estar siempre haciendo un ejercicio de demostración pública de su importancia, aunque bajo esa superficie tan árida lo que haya sean cuerpos frágiles y almas en pena. Y es que a los hombres nos ha costado siempre construir vínculos afectivos entre nosotros. Somos especialistas en generar relaciones de camaradería, de competitividad, por no hablar de esos clubes en los que nos repartimos el poder o de las fratrías mediante las cuales nos reafirmamos en el fiel cumplimiento de las expectativas de género. Nos resulta extraño sin embargo tender puentes afectivos, comunicarnos con palabras que reflejen lo que sentimos, dar rienda suelta a los abrazos y a las muestras de cariño. Nuestro estreñimiento emocional nos va encerrando, a veces sin que nos demos cuenta, en una jaula, la de la virilidad, en la que siempre la homofobia actúa como una especie de policía que controla nuestros excesos sentimentales.
Las ocho montañas podría bien ser la antítesis de una de esas buddy movies en las que tantas veces hemos admirado a dos amigos que se lanzaban, cual superhéroes, a la aventura de recorrer el mundo y de enfrentarse a todo tipo de peligros. La hermosísima película dirigida por el matrimonio formado por Felix Van Groeningen y Charlotte Vandermeersch nos cuenta, sin embargo, la relación de dos hombres que se conocen siendo niños y que andan toda la vida buscando las precisas palabras que les sirvan para definirse. Dos chicos que se encuentran lejos del ruido de la ciudad, en un pequeño pueblo de la montaña, y que conectan desde sus diversos desamparos, incluidos los que derivan de las distintas oportunidades que les da pertenecer a una clase social distinta. De fondo, la figura de los padres, esos padres indescifrables, silenciosos, poco dados a dar muestras de afecto, con los que habitualmente nos ha resultado complicado establecer una conversación. Los proveedores e infartados. Los admirados y los odiados. Los que siempre generan violencia aunque no se traduzca en golpes. El espejo en el que mirarse y del que escapar. La paternidad como ese espacio de incertidumbres y aristas, de pendientes resbaladizas y tensiones en silencio. Ese cuaderno perdido en el que unas leves anotaciones bastan para completar el mapa.
Pero más allá de las paternidades, percibidas como una cima con frecuencia inalcanzable y tan a menudo cubierta de hielo, Las ochos montañas, que está basada en el relato autobiográfico de Paolo Cognetti, nos dibuja el itinerario de una amistad entre dos hombres que no es sino otra forma de amor. Tal vez la más pura e intensa, la que con menos dobleces cabe en unos ojos que se miran, en un baño compartido en el lago o en las palabras sin decir. La que con una ternura que nos desarma les permite reconocer y alabar sus barbas, como si fueran dos apéndices crecidos para recordarles que la infancia es un lugar que nunca se abandona del todo. Gracias a las interpretaciones de dos actores enormes, Luca Marinelli y Alessandro Borghi, sentimos la furia y las soledades, la emoción de los reencuentros y las distancias que fluyen entre ellos. La necesidad del abrazo que apenas llega y la calidez de un fuego en la casa construida desde y para un nosotros.
Las ocho montañas nos ofrece además una bellísima reflexión sobre la necesidad de reubicarnos en un mundo de interdependencias no solo entre los humanos sino también con una Naturaleza en la que los protagonistas encuentran el cielo posible. Aunque Naturaleza, como dice Bruno en la película, sea esa palabra que solo usan quienes viven en la ciudad para designar de manera abstracta lo que no es sino una suma de cosas concretas: un árbol, un ciervo, una montaña, un río. El lugar de los duros inviernos y de los veranos al sol. De las manos humanas que amasan y cuidan. El sueño ahora de tanto urbanita que parece mirar ese cielo como si fuera la respuesta a todas sus frustraciones. Lejos del sentido espiritual que en esencia tiene sentirte un ser de la montaña, un animal siempre herido, un frágil hermano de las criaturas del bosque. Algo así como el eterno material de los cuentos.
La amistad de Bruno y Pietro, que no es sino un amor que imaginamos en las tazas de café y en el fuego que ilumina la casa de piedra, recorre todas sus vidas y así la película nos hace testigos de sus búsquedas y de sus miedos. De los laberintos en los que a veces se pierden y se vuelven a encontrar. Con tanta frecuencia alejados del sentido práctico, resolutivo y hasta mágico de las mujeres que parecen estar siempre en un segundo plano poniendo orden al mundo desordenado de sus maridos e hijos. Tal vez condenados a una permanente búsqueda o a un destino trágico, tan incapaces de reconocerse en sus cuerpos frágiles, en su necesidad de amor, en sus pechos anchos que deberían servir para algo más que para levantar piedras y casas.
Las ocho montañas es una de esas películas que te cosquillean y te susurran. Que te colocan, aunque nos resistamos, en ese punto de la vida en el que no sabemos si seguir buscándonos o construir un hogar donde habite un nosotros. Que te preguntan por nuestra capacidad para cuidar y cuidarnos. Que te hablan en fin del amor y sus misterios. Como los del glaciar del que emana agua desde hace siglos, como los de las montañas del planeta que parecen ser solo una, como los de esos vínculos, tan escurridizos y a veces salados, que nos atan y desatan. Como los de esa comunidad de afectos que con tanta frecuencia los hombres desconocemos en nuestra inútil batalla de preferir sumar montañas que habitar una como si fuera el único paraíso posible. Tal vez porque no resistimos a aprender que unas y otras no son sino eslabones de la cadena que pisamos siempre mortales, como esos niños que leen fábulas para evitas las pesadillas, como ese padre que ausente se hace presente en una cuaderno escondido bajo las piedras.
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