En este mundo de problemas e incertidumbres globales, de crecientes desigualdades y de bucles que nos hacen repetir los mismos errores, lo local es una llave esencial para generar dinámicas de cambio. Para imaginar horizontes de posibilidad. Aunque formamos parte de un gigantesco ecosistema, los espacios donde cada día desenvolvemos nuestras vidas deberían ser el lugar de la política más radical. Es decir, de aquella que, yendo a las raíces de los problemas, de las injusticias y de los desequilibrios, fuera capaz de generar otras formas de relacionarnos, de cuidarnos y de sostenernos. Necesitamos, ahora más que nunca, como diría Victoria Camps, ciudades cuidadosas y para el cuidado. Un objetivo que requiere no solo un compromiso de las instituciones sino también una ética de la responsabilidad compartida por el vecindario.
Aunque no nací ni viví mi infancia en Córdoba, llevo ya más décadas viviendo en ella que en mi pueblo natal. Vivo además en el casco histórico, un espacio que hace años elegí porque me ofrecía buena parte de lo que yo entiendo por calidad de vida. Sin embargo, desde hace ya un tiempo, no dejo de pensar en cómo escapar. Lo que hace unos años me ofrecía el encanto de la cercanía y el tiempo lento que nos permite gozar y conversar, ahora me devuelve el griterío de un parque temático, la invasión de terrazas insolentes, la obligatoriedad de cerrar las ventanas para que no entre la fiesta permanente con la que los de fuera viven gloriosos fines de semana. Donde antes había casas compartidas, familias enteras, voces reconocibles, ahora solo encuentro apartamentos piratas, maletas que me despiertan de madrugada, colas de turistas haciéndose selfis. El lugar que entendí que era el mejor para que mi hijo creciera se ha convertido en el que yo no desearía para los hijos de nadie. La «ciudad donut» se está convirtiendo en un agujero inmenso, con banda sonora de Siempre Así y de cornetas y tambores, que expulsa hacia a las afueras a quienes no son parte de la performance creada para que viva la hostelería. Pan para hoy, hambre para mañana.
La ciudad que un día soñó con ser capital europea de la cultura, que tiene un pasado y una riqueza patrimonial que ya quisieran otras muchas, y que es capaz de parir mentes creativas y luminosas, lleva años estancada en un presentismo que no abre ninguna puerta. Instalada en una reiteración comodona de los éxitos de siempre. Sin ninguna alternativa paras las nuevas generaciones, sin apenas grietas para quienes no se conforman con lo heredado, sin más horizonte que la suma de celebraciones que hacen que los Aves circulen llenos. Engullida la Mezquita por la Catedral, rodeada por una penosa coreografía de camareros pagados en negro. Nos sigue faltando un proyecto de ciudad que se sobreponga a la borrachera de lo inmediato y que piense en cómo hacer de ella un espacio sostenible, cuidadoso y con oportunidades. Un reto cada vez más urgente en este siglo donde poco nos queda para ser un desierto.
Esa mirada es la que me gustaría encontrar en alguno de los programas electorales que pretenden seducirnos en este mes de mayo. Para lo cual necesitamos políticos y políticas que sean capaces de mirar más allá del ombligo de sus siglas y del pozo sin fondo en el que se hunde quien no se atreve a inquietar a los poderes de siempre. Esos que con tanta frecuencia han hecho de esta ciudad un páramo para beneficio de quienes ocupan las portadas en la prensa local. Vivimos tiempos en los que necesitamos valentía e imaginación, perspectiva de género, y de clase, ética del cuidado y revolución feminista. Con más escepticismo que confianza me dispongo a encontrar esas luces en los proyectos de quienes pretenden representarnos. Sin mucho convencimiento de que mi voto pase del blanco al verde y violeta que tanto necesita mi ciudad.
* Este artículo se publicó en Diario Córdoba el martes 16 de mayo de 2023:
https://www.diariocordoba.com/opinion/2023/05/16/ciudad-porvenir-87400992.html
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