He perdido ya la cuenta de cuántas veces he visto en directo a Luz Casal. Sí recuerdo perfectamente que la primera vez fue en mi pueblo, cuando yo asomaba a la adolescencia y ella triunfaba con Rufino. La extrañeza, entonces, y me temo que todavía hoy, de una mujer rockera. Después, y como si fuera parte de cada uno de los capítulos de mi vida, la he ido disfrutando a lo largo de las décadas, sintiéndome parte de sus boleros, de su pelo corto y de su diversos renaceres. Como ella también lo ha sido de mis disidencias, de mis noches en blanco, de mis sábanas sucias y de mis canas irremediables. He escuchado tantas veces a Luz en un escenario que en la memoria se me confunden discos, escenografías y emociones. Como si todos los conciertos fueran el mismo y a la vez distinto. Como si cada vez que he acudido a verla sintiera que era la primera vez que la veía romperse, deshacerse y descomponerse ante el público.
El pasado sábado, cuando volvió a Córdoba en el marco de la gira en la que nos está presentando su última criatura, volví a sentir lo mismo. Los mismos nervios, la misma inquietud, el mismo sobresalto. Como si fuera mi primer concierto. Mi primera vez. De nuevo, Luz volvió a obrar el milagro de que yo sintiera de que todo era radicalmente nuevo, cuando con ella y en ella había mucho, entre otras cosas, de mi propia historia. De esa que uno va hilvanando con el hilo delicado de las canciones.
Como siempre ha hecho, Luz volvió a abrir ventanas. Y también puertas, y horizontes. En estos tiempos de tanta incertidumbre y de tantos malestares que nos achican, escucharla es sentir la posibilidad de que quepa el goce del mar, la intensidad de un amor eterno, la empatía de una llamada sanadora, el baile último a la luz de la luna. Ahora ella nos abre las ventanas de su alma, aunque realmente es lo que ha hecho durante años, después de unos años de confinamientos y renuncias. De futuro limitado al tamaño de la ventana desde la cual cada uno miraba el día a día. Como una hormiguita perfeccionista y aplicada, ha ido tejiendo canciones como quien cultiva un huerto a lo largo de las estaciones. Con el tacto siempre acariciador de quien entiende la música como un puente que nos reconcilia. De ese trabajo puntilloso, y pese a la sequía, han brotado historias que nos hablan de lo siempre pero es que siempre nuevo. De amores eternos y de mañanas posibles. De charlatanes olvidables y de manos que acogen. De luces de luna y de fragilidades compartidas. Y en cada relato, un pedacito del puzle misterioso de la asturiana. Rosalía, Mari Trini, Matilde. Una guitarra sin fin y una batería que hace temblar el suelo. La fragilidad elevada a la potencia de lo colectivo. En fin, el valor del arte. Ese que siempre requiere que las musas nos encuentren trabajando.
Estaba escrito, supongo, que yo volvería a escuchar a Luz con sus pañuelos azules y sus volantes de diva que no acaba de creérselo. Y en ese destino urdido a fuerza de constancia y de abrazos era inevitable que volviera a sentir de cerca sus ojos de mujer cuya piel es un mapa. La que interpreta con todo su cuerpo, como si los versos fueran cobrando vida en los dedos de los pies y se elevaran luego, pasando por el tronco y el pecho, hasta una cabeza donde está sembrada la memoria y el fuego. Las manos, al final siempre las manos, como siempre recuerdo que explicaba María Teresa León en su Memoria de la melancolía: las manos de las mujeres siempre en movimiento.
Cuando el sábado Luz Casal cerró su concierto con una desgarradora y vibrante interpretación de “Te dejé marchar”, la mujer que tenía sentada al lado, y que podría ser mi madre, se acercó a mí y me habló casi al oído. Para que escuchara bien lo que quería decirme. La extraña me confesó que nunca antes había sentido ese derroche de energía, de positividad, de alegría. Que se iba con el pecho lleno de vitaminas, tal y como delataba la sonrisa de su rostro. La vecina de palco con la que bailé, como en las fiestas lejanas de mi pueblo, Rufino. Loca ella y loco yo. Con la que me asomé a ese mar al que la cantante nos invitó y que es, puede ser, un lugar perfecto. Mi compañera de viaje cuando en el escenario volaban cometas, pajaritas de papel y lunas lorquianas.
No sé cuánto tiempo pasará hasta que vuelva a ver a Luz y a sentir la misma marejada que me sacude cada vez que la siento en el escenario. Masculina de smoking, femenina de noche, andrógina en sus telas de cielo. Estoy seguro de que, tarde lo que tarde, volveré a ella como quien necesita bebe agua de esa fuente de la que le han dicho que brotan aguas que hacen posible los milagros. Con la fe de quien gracias a mujeres como ella continúa aprendiendo de la fuerza que supone hacer del escenario, de cualquier lugar, de la vida, un lugar donde caben todas las flores. Hasta entonces, continuaré tarareando, entre folios y pantallas, “que un instante se hace eterno y lo más grande es pequeño”
Publicado en THE HUFFINGTON POST, lunes 8 de mayo de 2023
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