Como explica Victoria Sendón en su libro La barbarie patriarcal, tenemos un ojo ciclópeo en el sentido de que históricamente todo ha sido visto desde una mirada androcéntrica. De ahí, el poderoso orden simbólico patriarcal que es una de las raíces más profundas de las asimetrías de género. Por ello, es tan necesario contar con la mirada de mujeres creadoras que le den visibilidad y valor a esa parte del mundo y de la vida que los hombres no hemos valorado o que, simplemente, aporten su criterio sobre todo lo que nosotros hemos hecho a nuestra imagen y semejanza.
La última película de Céline Sciamma supone un bellísimo ejemplo de superación de esa mirada ciclópea y de construcción de un relato que en pocas ocasiones ha sido contado. Dándole la vuelta al famoso libro de Siri Hustvedt, Retrato de una mujer en llamas podría haberse titulado Las mujeres que miran a las mujeres que miran a las mujeres. Porque más allá de la historia de amor y de pasión que la película nos cuenta, la que une la pintora Marianne y a la indecisa Héloïse, recién salida del convento para casarse con un desconocido hombre milanés, lo más interesante de esta historia es que nos sitúa frente a una mujer creadora, que mira a otra mujer y a un mundo femenino, y que por tanto supera su función de objetos para ser mirados y deseados por los ojos masculinos. Situada a finales del siglo XVIII, y cuando todavía, como bien explica Héloïse, la única salida para las mujeres que no quisieran convertirse en la parte subordinada del matrimonio eran los conventos, donde había bibliotecas en las que formarse y tiempo para ellas mismas, la película nos sumerge en lo que supone el acto de la creación. Un proceso que, insisto, siempre hemos visto definido en función de los sujetos masculinos, los genios, frente a las mujeres idénticas que ellos miraban, o sea, las musas. En este caso, las protagonistas son una mujer creadora e independiente de los hombres, y una mujer que es mirada por ella, también deseada, y que se resiste a cumplir el papel que el mundo masculino, del cual es fiel guardadora la madre, le tiene asignado. A lo largo de la película asistimos a cómo las miradas de ellas van generando lazos de deseos, al tiempo que las mismas protagonistas, encarnadas con pasión por Adèle Haenel y Noémie Merlant, se preguntan a sí mismas por lo que supone ser autónomas y si de alguna manera la libertad no conduce a la soledad.
Rodada de manera preciosista, con una fotografía que convierte los fotogramas en auténticas pinturas, y con un tono que se mueve entre el relato gótico y el romanticismo más depurado, Retrato de una mujer en llamas es también una reflexión sobre el amor como un proceso creativo. Sobre los andamios que sostienen la pasión, el deseo y ese punto de locura que hace que dos seres, en este caso dos mujeres, sientan que es posible encarnarse en el otro. En esta película sin hombres, lo importante es como ellas se debaten entre los anhelos de autonomía y los corsés de un momento histórico en el que todavía las mujeres se limitaban a cumplir una función en lugar de tener un estatus. Todo ello, la directora nos lo envuelve en tonos verdes y azules, como si los colores del mar y el cielo fueran parte de las ansias de libertad, como si los de la Naturaleza se convirtieran en un esperanzado salto hacia la Cultura, ese territorio privativo de los hombres. De esta manera, la autora de la inolvidable Tomboy nos regala la que es sin duda una de las películas más bellas del año, y en la que los silencios no son negación de la palabra sino espacios para la forja de la individualidad. Puro fuego.
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