En El intérprete Asier Etxeandía nos demostró como el
que fuera un niño raro se había convertido en un animal escénico. En aquel
recorrido por sus fantasmas, que al mismo tiempo era una especie de salida del
armario del artista que lleva dentro, pudimos comprobar que todo él – su garganta,
sus piernas, su mirada – es una especie de diablo que en ocasiones se trasmuta
en ángel. Aquella representación, que tenía mucho de exorcismo individual,
aunque acabara como una celebración de la vida compartida, me dejó tan
boquiabierto que, desde entonces, he seguido el rastro del bilbaíno como quien,
como en un cuento, sigue las migajas de pan que otro ha ido dejando por el
camino y va pisando baldosas amarillas hacia no sé muy bien dónde. Machos
disidentes en la aventura de abolir los géneros. El fluido de la vida en el que
tanto necesitamos de abrazos que nos salven de todo tipo de mastodontes.
Mastodonte, como el mismo Asier explica entre canción y canción, es todo aquello
que nos deja reducidos a seres insignificantes, que nos abruma, que nos corta las
alas. El ruido, la tensión, la injusticia, el poder, la suela de la bota del
más fuerte. El día a día de un mundo de seres cada vez más desiguales y en el que
con demasiada frecuencia nos querríamos exiliar de la cotidianidad que nos ha
tocado en suerte. Lo que el público vive en el teatro junto a Etxeandía y ese
dios llamado Enrico Barbaro es una suerte de ceremonia laica, de ritual
colectivo en el que, como en un inmenso acto de amor, todos los presentes vamos
a una. Liberados, ligeros, entusiasmados. Sin altares ante los que rezar, sin
vírgenes que lloran, sin crucificados. Solo cuerpos que danzan y se reconocen
diferentemente iguales. Todas y todos,
que habíamos empezado el espectáculo muertos o agonizantes, resucitamos. Y
queremos ser Lord Byron. Y empezamos a serlo. Héroes románticos que bien podría
haber imaginado Mary Shelley.
Asier, que no se limita a ser maestro de ceremonias, se
convierte aquí en un ser sin género, en el que es posible ver a guerreros de
otras tierras, a gitanas errantes o a copleras que arrastran cansadas su
larguísima bata de cola. Sus faldas que
giran, sus mangas que derrochan encajes, sus vestidos que bien podrían ser los
de un obispo o los de una dolorosa barroca bailando en un cabaret, nos hablan
de un universo en el que lo masculino y lo femenino se diluyen. En el que, al
fin, hemos superado las fronteras de la normalidad y hemos comenzado a danzar
sin límites. El cuerpo del artista, que se mueve como si estuviera poseído por
la furia del viento, es una lección de humanidad. Cuerpos vivientes que bailamos
desde nuestra fragilidad. La reconquista del cuerpo que es poderoso porque es
vulnerable.
Asier, que es capaz de volverse el hombre más tierno del
mundo cuando le canta a la niña Clara de nieve y a los paisajes de Marcos, y
que nos confiesa, que como Mina, también odia el verano, nos arrastra hacia su
templo abierto de par en par y se deja la piel, el sudor y el alma en el
escenario. Nos posee fuerte y lento, como si nos revolcáramos todos con él en
un barrizal. Nos libera de las emociones
recicladas en contenedores y sustituye nuestro único ojo de cíclope por un
nuevo par de ojos. Danzad, danzad, malditos. Todas y todos somos la novia que salta
y que ya no teme a nadie. La que camina sola, la que no conoce el peligro, la deseada
y que ahora ya no conoce el miedo porque se ha convertido en la dueña de su
deseo. Con Mastodonte hemos descubierto
al fin que lo que queremos es que nos quieran, que quien más y quien menos se
meaba en el colchón y que yo, al menos yo, también fui un niño al que los niños
insultaban pero las niñas no.
De esta manera, La transfiguración del Mastodonte
acaba siendo una especie de ceremonia laica en la que Asier Etxeandía, acompañado
por unos músicos que son capaces de convertir un quirófano en discoteca, oficia
como un sacerdote sin báculo. O, mejor dicho, como una sacerdotisa que, al fin
en un mundo en el que ellas no tienen obstáculos por el hecho de tener vagina,
nos seduce y nos lleva a la cama. Y nos hace el amor a todas y a todos a la
vez, entre musgo y sal, demostrándonos que la música, la poesía, el arte y el
sudor de los cuerpos entrelazados son la única divinidad posible. Y es así,
como tras el horror de la guerra, conseguimos al fin redimirnos. Sin culpas, sin
cilicios, sin penitencias. Y en vez de vomitar las flores que no enviamos se
las regalamos a quien tenemos al lado. Let`s dance. Hambrientos de deseos, fieros
como un animal.
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