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DE OLAS Y DE ALAS


Como he escrito tantas veces, siempre he pensado que al nacer hubo varios pedacitos de mí que, desde el útero materno, se dispersaron por el mundo, mucho más allá del sur de Córdoba en el que mi madre me parió. De ahí mi alma viajera y mi permanente rebelión contra las ataduras. Es como si mi vida, desde que fui consciente de ello, no consistiera en otra cosa que en recorrer todos esos lugares en los que habita una parte de mí. Este viaje nunca tendrá fin porque, al tiempo que recupero un trozo perdido, otro queda prendido de algún árbol, de algún edificio o del mantel de un restaurante en el que he sido feliz. Uno de esos lugares, al que no dejo de volver desde que hace ya muchas décadas me abrazara con sus farolas blancas, es San Sebastián. Desde aquel verano de juventud indecisa, no he dejado de volver a este trozo de mar que parece tener un cordón umbilical con el que moja mis pies en Cádiz.

El jueves pasado volví a la ciudad en la que un hombre se atrevió a besarme en la nuca.  Aunque llovía, y el viento parecía querer levantarme del suelo que yo pisaba con la serenidad del que se sabe en casa, todo parecía haberse conjurado para que la literatura volviera a confundirse con la vida. Fue así como muy cerca del mar embravecido que parecía dispuesto a tirar al suelo las luces navideñas, me reencontré con la que ha sido banda sonora de mis viajes. Con la que, sin que ella lo sepa, ha hilvanado renglones, y me consta que le gusta mucho coser, con los versos que solo su garganta es capaz de convertir en cascada que acaricia. La noche del jueves, y en ese espacio que parece una catedral de madera y olas que es Kursal, volví a escuchar a Ana Belén. Con la misma curiosidad, con el mismo nerviosismo, con la misma ilusión que hace ya tantos – de todo hace ya muchos años, dijo ella al presentar una canción – la viera por primera vez en la plaza de toros de Córdoba.

Una noche más, y van no sé cuántas, volví a sentir que mi vida se ha ido haciendo más ancha al lado de la niña de la Calle del Oso, que de su mano he aprendido a luchar contra la injusticia y la indiferencia y que yo, un pez de ciudad cualquiera, me levanto cada día haciendo el esfuerzo de no perder las agallas. Dándole la bienvenida a los rayos del sol que me enseñan que es pecado desperdiciar el milagro de estar vivo. La voz de Ana, que con los años no ha perdido fuerza y ha ganado hondura y temple, volvió a demostrarme que todos los días nos llegan pequeños regalos que no valoramos y que, pese a todo lo que está cayendo ahí afuera – eso me pregunto yo, como Fede Lladó, quién manda ahí afuera -, nos sobran razones para seguir peleando.

Con una escenografía que hace de la sencillez una virtud, y con unas grandes letras convertidas en arco iris que nos interpela desde la diversidad y la fiesta, el espectáculo de Ana Belén apenas necesita más que los músicos de probada solvencia que la acompañan, un indiscutible puñado de buenas canciones y la elegancia de una intérprete que, tan aparentemente frágil, se hace volcán cuando en apenas tres minutos nos cuenta una historia que va directamente al corazón. La artista completa que se atreve a desatarse en La salida no es por ahí - ¿por qué no lo hará más a menudo?, me pregunto, ¿why not? -, que nos muestra su alma de club nocturno de jazz en la estupenda versión de la berlanguiana Cómo pudiste hacerme esto a mí, o que nos pone a todos nostálgicos recordándonos al Aute cinéfilo y romántico, apenas necesita unas luces que sin estridencias la rodean como una diva y el paso firme de quien ha pisado tantos escenarios metida en la piel de Ofelia, Fedra o Adela.

El talento de Ana Belén, indiscutible a estas alturas de la película, salvo para aquellas que la miran con el sarpullido de nuestro pecado nacional, consiste justamente en pisar siempre ese filo, que en ocasiones es de la navaja, que separa la profesionalidad rigurosa y la pasión de quien nace destinado para sacudir emociones.  A mí, que me gustaría verla con más frecuencia desbordando el límite que la mantiene en la rigurosa perfección a la que suelen abrazarse las personas inseguras, volvió a removerme las entrañas y a provocarme eses cosquilleo de alas que solo me generan quienes son capaces de entrar en lo más recóndito de mis alacenas. Supongo que, porque nunca la había escuchado cantar con una voz tan poderosamente cristalina la hermosísima A la sombra de un león, o porque consiguió que me emocionara, y que me sintiera un náufrago, con los Cuentos para dormir, o porque me hizo entender que, como bien le ha escrito Víctor, mientras que uno se mueve hay vida para rato.

Cuando la banda se fue, y Ana se convirtió una vez más en una especie de gacela brasileña que no puede irse a dormir sin tomarse un trocito de chocolate, no exagero si digo que todas y todos quienes la estuvimos disfrutando salimos a las calles de San Sebastián con el pecho más ancho y una sonrisa prendida en los abrigos. Y así, con el ejemplo de mujeres valientes que se atreven a decir que no, y que alzan el vuelo, aunque nadie las haya enseñado a volar, fue como al día siguiente subí la cuesta que lleva hasta el cementerio de Polloe, para allí, como en una especie de canción que podría haber escrito Víctor Manuel, reencontrarme con la memoria de quien fue abuela y madre de mujeres tan poderosas como Ana. Frente a la tumba de Clara Campoamor, recogí algún que otro pedazo de mi corazón fragmentado y volví hacia el centro de la ciudad cantando bajito canciones hermosas que vuelan y que son como mariposas que llenan el aire de esperanza y dulce hierbabuena.

Concierto de Ana Belén, Kursal, San Sebastián, 12 de diciembre de 2019


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