Entre la comedia, la hagiografía y la fábula moral, Los dos Papas recrea una imaginaria conversación entre Benedicto XVI y Francisco, la cual vendría hacer como el encuentro entre dos maneras de entender la Iglesia y casi, me atrevería a decir, el ser humano. En la historia imaginada que vemos en la pantlalla, los dos Papas que conviven en una de la situaciones más singulares de la historia del Vaticano pasan de la desconfianza inicial a la cercanía de quienes comparten pecados que confesar y debilidades con las que cargan a sus espaldas. Uno, Ratzinger, bajo la cobertura de una lucidez intelectual que sin embargo le hace confundir dogma con razón, y el otro, Bergoglio, con la desnudez de quien solo sabe de la praxis y los propios demonios. Fernando Mereilles recrea esta fantasía en una película cuidadísima desde el punto de vista estético y en la que permanentemente se subrayan las diferencias entre ambos protagonistas, incluso a través de las músicas que los definen. En este sentido, que Bergoglio tararee Dancing queen cuando los cardenales están a punto de elegir un nuevo Papa parece no tanto una broma sino toda una declaración de intenciones. La Capilla Sixtina no es otra cosa que una especie de club privado en el que bailan como locas reinas venidas de todo el mundo.
Más allá de la profundización en la historia de un personaje tan complejo, incluso políticamente hablando, como el Papa argentino, lo que más me interesa de esta película es ese proceso de progresivo acercamiento de dos hombres tan distintos y tan distantes que, a medida que se van quitando ropajes y prejuicios, se encuentran a través de las cosas mas pequeñas. Ambos llegan a conocerse y reconocerse, y también a perdonarse mutuamente. De esta manera, la fábula que plantea el director de El jardinero fiel va más allá del contexto del poder católico en que están los dos personajes situados, y nos sitúa frente a un espejo de dos masculinidades que abandonan el espejo de lo sagrado y se tocan a través de la pizza que comen o de los errores que han cometido. Este es sin duda el mayor acierto de la película, el que conduce finalmente a que estos dos tipos, uno tan alemán y otro tan argentino, acaben incluso bailando un tango. Contradiciendo una de las reglas esenciales del patriarcado: los tipos duros no bailan. Sin duda, ese baile es creíble porque las interpretaciones de Anthony Hopkins y de Jonathan Pryce son impecables.
Ahora bien, la fábula con moraleja que nos propone Mereilles hace aguas desde el momento en que contrastamos lo que nos cuenta con lo que han supuesto los años del "reinado" de Francisco. Porque aunque es cierto que ha habido algunas rupturas esperanzadoras, como por ejemplo el reciente mandato relativo a los casos de pederastia, la Iglesia Católica continúa anclada en sus rigideces morales y, lo que es peor aún, en la incapacidad de convertirse en un referente ético (y político) en este mundo de desigualdades crecientes y de galopante barbarie. En este sentido, la esperanza que supuso el nombramiento de Bergoglio no se ha traducido en la revolución que necesita una institución que por dentro más se parece al infierno que al cielo. No hay más leer el reciente Sodoma de Françis Martel para comprobarlo, o recordar cómo las mujeres, tal y como además aparecen en la película, siguen siendo las criadas que limpian los palacios en que habitan los cardenales.
El tango que bailan Joseph y Jorge es pues solo una ensoñación en la que, para desgracia de todos, el papa Francisco no se atreve a pisar, para no ensuciarlos, los zapatos rojos que calza Benedicto. Esta es, me temo, la verdadera moraleja de una historia que al final no es otra cosa que el relato de cómo dos hombres se enredan en los laberintos del poder y de cómo acaban, todo un clásico, siendo fratría mientras se emocionan viendo a otros veintidós hombres peleando por un balón.
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