Hay muchas razones para no perderse la serie que ha tramado Leticia
Dolera. Aunque su título sea Vida perfecta, lo que realmente nos
demuestra es que la imperfección es la regla general y que nuestros días no son
más que una lucha permanente con las expectativas y los deseos que en el mejor
de los casos solo cumplimos a medias. Una tarea que hoy por hoy, como bien comprobamos
a través de las tres treintañeras que encarnan Celia Freijeiro, Aixa
Villagrán y la misma Leticia Dolera, a las mujeres les resulta más
complicado que a nosotros, entre otras cosas porque seguimos habitando un mundo
hecho a nuestra imagen y semejanza. Un mundo en el que ellas suelen ser personajes
secundarios en casi todos los relatos, carentes de entidad propia y con
frecuencia ni siquiera dueñas de su sexualidad. Todo lo contrario a lo que
vemos en las poco más de cuatro horas que dura esta historia y, en la que ellas
son, o al menos intentan serlo, dueñas de sus vidas, de sus vaginas y de sus deseos.
Junto a las tres protagonistas femeninas, la serie cuenta con
un inolvidable personaje masculino que vendría a ser un espejo para los hombres
que hemos sido siempre educados para la omnipotencia. Gari, al que Enric
Auquer logra dar vida sin impostura ni sobreactuación, es un chico al que
la sociedad ha catalogado de manera un tanto cínica como un tipo con
capacidades limitadas, como si el resto no fuéramos también discapacitados con
relación a tantas cosas que no queremos o no podemos aprender. Su sensatez, su
capacidad para gestionar las emociones sin ira, su racionalidad atravesada
siempre por esas vibraciones que pasan por el pecho y por el vientre, su mirada
empática y comprensiva, constituyen toda una lección de la que deberíamos tomar
buena nota quienes nos hemos creído siempre los reyes del mambo. Los héroes
incansables, los proveedores exitosos, los seres con respuesta para todo, los
ilusamente independientes tan empeñados en no querer reconocer que siempre hemos
dependido de mujeres que nos cuidan. Frente a ese modelo, que es incompatible
con una sociedad en que mujeres y hombres seamos al fin equivalentes, el personaje
de Gari, al que es imposible no querer abrazar, pero no por compasión sino por
tierna admiración, representa una alternativa. Una masculinidad disidente en
oposición a la que no deja de alimentar la cultura machista y que se resiste a
abandonar los púlpitos. La que, en consecuencia, provoca que tantas mujeres sigan
enfrentándose a la vida como una jaula en cuyos barrotes chocan buena parte de
sus sueños.
Nosotros también estamos en una jaula, aunque sea de
características muy distintas porque nos otorga poder y privilegios. Una jaula
dorada en la que sin embargo muchos nos empezamos a sentir prisioneros. Atrapados
por una virilidad que nos obliga a ser siempre unos hombres de verdad, a cumplir
fielmente con las expectativas de género y a mostrarnos ante los demás como los
más capaces para todo y frente a todo. Una máscara con la que a duras penas
ocultamos ya nuestra humana vulnerabilidad y que se convierte en un serio
obstáculo para construir relaciones armónicas con las mujeres, pero también con
nuestros semejantes. De ahí la oportuna lección que nos lanza Gari con sus ojos
de animalillo espabilado y con la inteligencia emocional de quien se sabe felizmente
interdependiente. Haríamos bien en mirarnos en el espejo que representa para
así ir descubriendo que todos, absolutamente todos, somos seres imperfectos,
frágiles y limitados. Tan dolorosamente humanos como hermosa es la vulnerabilidad
que nos une a los otros. Tan necesitados de cuidar y ser cuidados como ese
padre por sorpresa que, como el resto, carece de manuales. Un hombre que sabe bien que la ternura es un
arma de construcción masiva.
ARTÍCULO PUBLICADO EN EL NÚMERO DE DICIEMBRE DE 2019 DE LA REVISTA GQ.
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