En memoria de Laura Luelmo
“Nos han enseñado a
tener miedo a la libertad; miedo a tomar decisiones, miedo a la soledad. El
miedo a la soledad es un gran impedimento en la construcción de la autonomía”
Marcela Lagarde
Lucía
Lucía es una adolescente de piernas fuertes y mirada
decidida. Le gusta correr por la playa, con el pelo recogido en una coleta.
Aunque todavía no tiene claro qué le gustaría ser de mayor, no tiene ninguna
duda de que haga lo que haga lo compaginará con el atletismo. Muchas de sus
amigas no lo entienden, pero para ella correr es como una especie de religión.
Es justo al colocarse los cascos sobre sus orejas y empezar a calentar cuando
siente que consigue olvidarse de todo y de todos, como si el mundo se redujera
a ella misma y al lugar que va recorriendo con sus piernas. En esos instantes
es cuando se siente más libre y poderosa, mucho más que cuando en alguna de las
clases del Instituto se ve obligada a rebelarse contra profesoras que todavía
no han entendido lo que es el feminismo, y no digamos que cuando tiene que
pararle los pies a alguno de los machitos que aún no saben que a ella no le
gustan los macarras.
Su abuela Carmen es la que mejor la entiende. Aunque
pertenezcan a épocas muy distintas, es ella la que sabe leerla entre líneas, la
que más le anima a que siga lo que le pida el cuerpo, la que siempre le repite
la misma cantinela: “No cometas los mismos errores que yo, hija mía”. A Lucía
le encanta pasar las horas escuchando las historias que le cuenta su abuela, entre
otras cosas, y porque a diferencia de su madre, no le importa dedicar todo el
tiempo del mundo a conversar, a ir tejiendo como una red con palabras mediante
la que acaba descubriendo cuáles son las cosas más importantes de la vida.
Lucía tiene pocas amigas en el Instituto. Solo Marta y Luisa, a las que conoció
fuera de las aulas, parecen hablar su mismo lenguaje. Con las demás no comparte
apenas nada: ni su manera de divertirse, ni mucho menos como se relacionan con
los chicos. Lucía ha tenido un par de rollos, nada serio, pero siempre acaba
aburrida de unos tíos que solo van a lo que van y que parecen no aguantar que
ella tenga las cosas tan claras. Va a ser verdad aquello que leyó en un blog
feminista de que uno de los principales problemas de hoy en día es que las
mujeres están buscando hombres que todavía no existen y los hombres mujeres que
ya no existen. Menos mal que Pablo siempre está cerca para hablar con él de
cualquier cosa. Una pena que sea gay, ha pensado muchas veces Lucía. Aunque
inmediatamente se ha corregido a ella misma y se ha dicho que es fantástico que
le gusten los tíos y que el problema es que los chicos heteros que ha conocido
hayan sido tan poco dados a ser comprensivos o tiernos. Por eso ella siempre
dice, y así lo ha escrito cientos de veces en las redes sociales, que el
problema de esta sociedad son los hombres machistas, o sea, “que el problema lo
tienen ellos, pero acabamos sufriéndolo nosotras”.
Esta mañana hace fresco. Unas nubes oscuras apenas dejan ver
el sol. A Lucía le gusta hacer deporte temprano, cuando apenas hay nadie en la
playa, ni en las calles. En más de una ocasión su padre le ha advertido de que
es peligrosos salir a esas horas. Ya dejó de hacerlo por la noche, cuando
terminaba de estudiar, porque en más de una ocasión tuvo que aguantar a algún
gracioso que le hizo sentir miedo. Ya solo sale a correr de noche cuando Pablo
se anima a acompañarla. Tampoco se atreve ya a volver sola a casa. Desde que
una noche, hace ahora ya un año, un tipo la siguió e intentó acorralarla en un
portal, se vuelve siempre en un taxi.
Después de calentar, Lucía corre por la playa, aun
despertándose, casi vacía. Solo hay un par de chicos corriendo como ella y algunos
hombres mayores caminando. Poco a poco las nubes dejan ver el sol. Al fin va a
ser un magnífico domingo de primavera, de esos en los que a Lucía le cuesta
tanto ponerse a estudiar. El solecito, el mar, la música, todo son tentaciones,
pero se acerca la selectividad y Lucía sabe que tiene que aprovechar el tiempo
al máximo. Aunque todavía no tenga del todo claro qué carrera acabará
estudiando, es consciente de que una buena nota es la llave que puede
darle mejores oportunidades. Tal vez,
piensa mientras corre, no sea tan descabellado estudiar ingeniería informática
para así poder también revolucionar Internet. La idea hace que Lucía sonría
para sí misma y que acelere su carrera en la playa. Con su pelo recogido en una
cola, bien apretada, como se la solía hacer su abuela cuando era una niña.
Carmen
Aunque la memoria ya empieza a fallarle, y a veces los
acontecimientos se le vienen a la cabeza de forma desordenada y fragmentaria,
Carmen todavía conserva la cabeza en su sitio, a pesar de que sus hijos y sus
hijas con frecuencia piensen lo contrario. Es al menos lo que en su día
alegaron, como si estuvieran en un juicio, como preámbulo para tomar la
decisión de meterla en una residencia. Ella se resistió, peleona, como siempre
lo había sido, pero no hubo manera de evitarlo. Era consciente de que no podía
seguir viviendo sola, de que la última caída la había dejado más torpe para
desenvolverse, y por supuesto entendía que sus hijos y sus hijas apenas
tuvieran tiempo. Bastante tenían ya ellos y ellas con la rutina de sus casas, sus
trabajos, sus múltiples ocupaciones. Carmen, que tanto se había sacrificado
para que Concha, Lola y Paco tuvieran unas vidas desahogadas, pensaba ahora que
después de tanta brega, no estaba segura de que fueran todo lo felices que ella
había imaginado. Al margen de los divorcios de sus dos hijas, y de la inestable
vida amorosa de Paco, el niño malote de la familia, el pequeño que siempre fue
mimado por todas, Carmen no lograba entender la obsesión que tenían por el
trabajo, la dedicación en cuerpo y alma a sus oficinas, la permanente tensión
con que los veía cuando iban a visitarla, sobre todo a ellas, a sus hijas. Paco
sí que parecía mucho más relajado en su aparentemente inestable vida.
Carmen, que ahora recoge su escaso pelo blanco en un moño
bajo, y que aún conserva ese brillo en unos ojos claros que siempre revelaron
que era una mujer muy inteligente, lleva muy mal sentirse cuidada todo el día.
Es sin duda lo que más cuesta arriba se le hace en la residencia, que desde que
se levanta hasta que se acuesta, haya personas que estén pendiente de ella,
recordándole las pastillas que se tiene que tomar, marcándole horarios,
restringiéndole comidas, diciéndole cuando debe dormir o ver la tele o salir al
jardín. No sabe si eso es cuidar o anularla completamente. A veces, así se lo
dijo un día a Lola, que casi estuvo a punto de pegarle una bofetada como quien
se la da a un niño pequeño, se siente como en una cárcel. “No debe haber mucha
diferencia entre estar presa y esto, Lola. Me están vigilando hasta cuando voy
a mear”. Eso, y las comidas, claro, que ella siempre fue una estupenda
cocinera, sobre todo de guisos de cuchara, de esos capaces de resucitar a un
muerto. En la residencia todo sabe igual, a plástico, a prefabricado. Desde
hace unos días incluso ha decidido no bajar a cenar, porque ya está harta de
tortillas francesas con el huevo casi crudo, de yogures sin sabor y de pan
recalentado. Prefiere tomarse algo
ligero en su habitación. Sus hijas le traen jamón york, flanes, galletas. Pero
nada tan bueno como los bombones que su nieta Lucía le trae a escondidas de su
madre. Antes de acostarse siempre se toma uno, como quien no quiere que se
agote un tesoro, saboreándolo, despacio.
El mejor momento del día.
Ese sabor a chocolate con leche es prácticamente el único que
le permite ahora viajar a hasta su casa, a la casa familiar, en la que ella
pasó la mayor parte de su vida. Habiéndose casado con apenas 19 años, y en
plena dictadura franquista, su destino estuvo bien marcado para siempre. “Yo no
he sido infeliz”, le contaba a su nieta, “pero sí que me doy cuenta de que no
pude hacer todo lo hubiera querido. Mis padres no quisieron que siguiera
estudiando, y eso que se me daban muy bien las matemáticas, como a ti. Me
enamoré como una tonta de tu abuelo, al que conocí cuando estábamos todavía en
el colegio, y pensé que ese era mi destino. Casarme, tener hijos, cuidarlos. Tampoco yo tenía a mi alrededor
otros ejemplos. Es lo que siempre había visto, en mi madre, en mis tías, en mis
vecinas. Años más tarde, cuando los hijos ya volaban por su cuenta, intenté
retomar los estudios, pero fue imposible. Tu tía Lola tuvo su primer hijo, tu
primo Fernando, y tuve que echarle una mano. Al poco tiempo tu abuelo enfermó y
se metió en la cama… Pero he sido feliz,
hija, claro, a mi manera he sido feliz. Me habría gustado viajar más, salir de
España, tener mi propio dinero sin necesidad de estar todos los días
pidiéndoselo a tu abuelo, que mira que era agarrao para algunas cosas. Cuando
murió estaba tan perdida que ni siquiera sabía cuánto dinero tenía en el banco,
o a nombre de quién estaba la casa, o si había hecho testamento… El siempre
decía que eso no eran cosas mías, que yo qué sabía. Y me mandaba callar. Pues
más me habría valido saber algo más porque así me habría ahorrado muchos de los
disgustos que tuve cuando murió. Pero sí, Lucía, he sido feliz. Me hizo muy
feliz ser madre y no digamos ser abuela. No sé cómo explicártelo con palabras,
ya lo vivirás tú, o no, porque ahora las chicas jóvenes parece que no estáis
por la labor de ser madres. Es una satisfacción tan grande verlos crecer, estar
pendientes de sus cosas, que nada les falte. Mucho dinero no teníamos en casa,
pero a mí siempre me gustó que tu madre y sus hermanos fueran bien puestos,
limpios y arregladitos, con lo poco que teníamos. Decentes. No te puedes ni
imaginar cuántas puntadas he dado yo para que tu madre pudiera llevar un
vestido nuevo a las fiestas del instituto, o cuántos bajos he tenido que
arreglar en los pantalones de Paco. Eso sí, lo que menos me gustó siempre fue
la plancha. No encontraba cuál era el mejor momento del día para ponerme con
ella, y piensa que, con tres niños, los tres casi iguales, la ropa se
amontonaba y la montaña cada día se hacía más grande. Tu abuelo estaba siempre
fuera, trabajando, o con los amigos, y apenas me ayudaba. Bueno, sí, algún
domingo le daba por hacer una paella con marisco, cuando erais pequeños y
veníais a casa a almorzar, y todos le hacíais tantas fiestas que él se sentía
pues lo que siempre fue, el rey de la casa. Yo me sentía feliz por teneros a
todos juntos y porque a él lo veía orgulloso, como que se hinchaba y se hacía
más grande. Ay, los hombres…. Pero no creas Lucía que no he sido feliz. Nunca
me faltó de nada, el abuelo era un hombre serio y formal, a veces muy arisco,
pero nunca me trató mal, como sí que yo veía que por ejemplo mi cuñado Ricardo
trataba a la pobre Mercedes. Apenas discutimos porque yo optaba por callarme y
luego, si podía, cuando él no estaba, intentaba que las cosas se hicieran como
yo pensaba que era mejor. Que te cuente tu madre cuántas veces tuvimos que
engañar a su padre para que ella pudiera volver tarde por la noche o irse un
fin de semana con los amigos. Incluso cuando Lola decidió irse a Madrid a
estudiar porque allí estaba la carrera que ella quería, fui yo la que tuvo que
arremangarse y coger el toro por los cuernos. Por tu abuelo, ya sabes, ni tu
madre ni tu tía habrían estudiado. No quiero ni pensar lo que diría si te viera
a ti ahora corriendo por ahí como una loca, medio desnuda. Soltaría una de esas
barbaridades que solía soltar y seguiría a lo suyo. Ya sabes que lo suyo era el
fútbol en la radio, el café con los amigos en el bar de Manolo, sus paseos por
el campo. El nunca llevó bien la jubilación. Se aburría y encima me incordiaba
a mí en la casa. De hecho, al poco tiempo de jubilarse cayó enfermo. Pero yo he
sido feliz, Lucía, no te creas que no he sido feliz. Solo me agobiaba cuando tu
madre o alguno de tus tías estaban malos, o cuando luego tu tío Paco estuvo
tanto tiempo sin trabajo, y claro cuando tu abuelo se metió en la cama… Ya
sabes que tu abuelo fue siempre un mal enfermo, muy refunfuñón. No soportaba
eso de que los demás le dijéramos lo que tenía que hacer. Fue un hombre bueno
pero muy mandón, ya sabes, como todos los de su época. Imagínate que después de
morirse Franco, en las primeras elecciones, pretendía decirme a quien tenía que
votar. Hasta me preparó el sobre con la papeleta. Ahí sí que yo me planté y le
canté las cuarenta… Ay, querida, cuánto me habría gustado estudiar, tener mi
trabajo, no depender de tu abuelo, saber moverme por mí misma. Por eso luché tanto para que tu madre y tu
tía lo hicieran. Tienes que estudiar, Lucía.
Y no depender de nadie. Hazme caso. Ya me lo agradecerás”
“Doña Carmen, doña Carmen, ¿está usted dormida?” La voz
melosa de Angustias, la chica dominica con la que suele pasear por el jardín,
la saca de sus pensamientos. “La llaman por teléfono, doña Carmen, creo que es
su hija”. Con pocas ganas, doña Carmen
levanta la mirada y se encuentra con la sonrisa de Angustias. Se agarra a ella
y poco a poco se levanta. Al avanzar por la habitación se caen por el suelo los
papeles que tenía en el regazo, los cuales dejan sobre las losas una especie de
reguero, como las migas de pan del cuento. Las fotos de sus hijas, de sus
nietas, la única que conserva de su boda, una carta con la tinta medio
borrada, una hojita de oraciones, el
prospecto de una medicina, el envoltorio de papel de plata de un bombón.
Charo
Se quita las gafas por unos minutos y se hace un ligero
masaje en las sienes. Otra tarde que le duele muchísimo la cabeza, y eso que al
mediodía se tomó un paracetamol. Está cansada, muy cansada. Llevo semanas,
meses, sin dormir bien y esa falta de descanso le empieza a pasar factura. Ni
siquiera le hacen ya efecto las pastillas que le recetó su médico de cabecera.
Las primeras noches sí que consiguió dormir como una niña pequeña. Pero luego,
cuando fueron avanzando los días, las horas de sueño se fueron acortando y rara
era la madrugada que, a las cinco, o incluso antes, no estaba ya escuchando la
radio, desesperada. Antes de levantarse, hacía un repaso a todo lo que tenía
que hacer en la jornada que tenía por delante. Desde que se divorció de Manuel,
y los niños se quedaron con ella casi a tiempo completo, Charo empezó a sentir,
mucho más que antes, que necesitaba días de 48 horas. Y no es que Manuel le
hubiese sido de gran ayuda en los años que estuvieron casados – él casi siempre
estaba de viaje y cuando estaba en casa, apenas sí le veían el pelo -, pero al
menos podía acudir a él en algunos momentos que ella necesitaba para sí
misma. Los meses finales del matrimonio,
tan complicados, coincidieron además con el tremendo bajón de su madre. Fue
tanta la presión que no tuvo más remedio que pedirse una baja. Pasaba entonces
más tiempo en el piso de la abuela que en su propia casa. Ella se resistía a
irse a una residencia, la misma Charo no estaba convencida de la decisión, pero
no le cabía otra salida. Su hermana vivía lejos, su hermano pasaba de ocuparse
y ella ya no podía más. Todavía recuerda lo doloroso que fue el día en que su
madre abandonó su piso de toda la vida, con una maleta no muy grande y con una
bolsa de plástico, de esas del supermercado, en la que nunca pudo averiguar que
es lo que escondía. Su madre no lloró, ni montó ningún drama, pero no Charo no
olvidará nunca su mirada, la inmensa tristeza de sus ojos, como si fuera un ser
desamparado, una niña perdida en mitad del bosque.
Casi arrastrando los pies, Charo se acerca al baño y se echa
un poco de agua en los ojos. Se humedece la nuca. Se queda mirando su rostro en el espejo y
hace un gesto de desaprobación, como quien se ve muy fea, o muy vieja, o muy
ajada. Hace tiempo que perdió la autoestima. Todavía no ha sido capaz de
remontar después del duro divorcio. Y no es que Manuel se lo pusiera difícil,
que no fue así, pero ella siempre se lo tomó todo a la tremenda y lo vivió como
un terrible fracaso. Y la culpa, siempre la culpa. Esa especie de sombra que la
ha perseguido durante toda la vida. Ahora se siente culpable por tener a su
madre en una residencia, como antes lo estuvo cuando a las pocas semanas de
tener a sus hijos volvió al trabajo, de la misma forma que se echó sobre las
espaldas todas las razones que según ella habían precipitado la ruptura de su
matrimonio. Y mira que su amiga Leonor le había insistido en que tenía que
dejar atrás esa mochila, incluso le recomendó una terapeuta para que le ayudara
a salir del bache. Pero Charo siempre alegó que no tenía tiempo, que ya
pasaría, que lo que necesitaba era centrarse en el trabajo. De nuevo había vuelto a equivocarse. Se
centró tanto en el trabajo que se olvidó de ella misma, como antes, cuando los
hijos eran más pequeños, se olvidó de mirarse en el espejo. Por eso ahora,
cuando se mira, casi no se reconoce. Ve a una mujer a punto de cumplir 50, con
el pelo poco cuidado, con unas arrugas imposibles en la comisura de los labios
y, lo peor de todo, con una mirada que le recuerda a la de su madre cuando
salió de su casa con la maleta camino de la residencia.
Charo vuelve a su despacho e intenta terminar el informe que
había dejado a medio hacer y que su jefe necesita a última hora de la tarde.
Mientras que escribe, sin ser muy consciente de las palabras que teclea,
recuerda que al día siguiente tiene que llevar a Pedrito a una revisión del
oculista. Cuando apenas lleva escritos un par de párrafos, se detiene y
nerviosa anota en su agenda “declaración de la renta”. Se le había olvidado
pedir cita con el gestor que le lleva todos los papeles. Antes de cerrar la
agenda, anota en un pequeño papel las cosas que tiene que comprar cuando pase
por el supermercado antes de volver a casa. Mira el reloj y acelera el ritmo.
Hoy tampoco tendrá tiempo de ir al gimnasio. Lleva ya varios días sin hacerlo y
su espalda se resiente, pero sí va no llegará a tiempo de preparar la cena, de
recoger un poco las habitaciones y de al menos preguntarle a sus hijos qué tal
les ha ido el día. Lucía no le preocupa mucho, es una chica con las cosas muy
claras, muy independiente, pero Pedrito necesita que estén encima de él, es muy
vago e irresponsable. Así se lo comentó su tutora en la última reunión del cole
a la que su padre, como casi siempre, no pudo ir. “Es un niño muy inteligente,
pero no se concentra, se distrae con una mosca que pase por su lado. Y se deja
llevar fácilmente por los compañeros. Necesita algo de mano dura”. Esas
palabras le sonaron muy mal, mano dura, le recordaron a lo que solía decir su
padre: esta niña necesita mano dura. Menos mal que siempre su madre lograba
suavizar la situación y acaba evitando que las manos saltasen de las palabras a
los hechos.
Charo consigue terminar el informe. Son casi las ocho de la
tarde. Tiene el tiempo justo para sacar unas copias, dejarlas en el despacho de
su jefe y salir pitando para el supermercado. Mientras conduce, y escucha en la
radio las últimas noticias sobre el lío catalán, va pensando en las próximas
vacaciones de verano, aún tan lejanas. Este año necesita irse sola a algún
sitio, sin niños, sin amigas, sin nadie. A ver si consigue organizarse con su
hermana para que su madre no piense que la ha abandonado, y a ver si Manuel
organiza algún viaje con los niños. Eso sería magnífico. Está tan harta de la
política nacional que apaga la radio y pone un CD. Música brasileña. A Manuel
nunca le gustó la música brasileña, bueno, la música en general. Cuántas veces
ha pensado en los últimos meses cómo llegó a casarse con un hombre con el que
tenía tan pocas cosas en común. Sí, en su momento hubo atracción física, deseo,
lo pasaban bien juntos, pero luego aquello se agotó. Llegaron los niños, las
hipotecas, las sospechas de infidelidad que nunca logró probar. “El amor es un
gran lazo, una trampa que te aísla”, canta Djavan.
Cargada de bolsas, con el maletín medio arrastrado, Charo
llega al fin a su casa. “Lucía, Pedro, ¿por dónde andáis? Acabo de llegar… Que
alguien me eche una mano”. Nadie le contesta. Llega a la cocina como puede. Por
el pasillo han rodado varias latas de conservas y las galletas que tanto les
gustan a sus hijos para el desayuno. La casa está a oscuras y en silencio.
Acaba de acordarse de que Lucía tenía entrenamiento hasta tarde en la pista y
que Pedro la llamó para decirle que estaría haciendo un trabajo para el cole en
casa de Gabriel. Después de colocar la compra en el frigorífico, se quita los
tacones y, con prisas, se dirige al cuarto de baño. Abre la ducha y deja que
corra el agua. Poco a poco todo se va llenando de vapor. Charo se desnuda y se
mete en la bañera. Es su mejor momento del día. Apenas dura unos minutos, pero
a ella le da un placer de horas. Solo allí consigue olvidarse del trabajo, de
los hijos, de su madre, de su ex, de su jefe. Con el pelo mojado, y con el
albornoz que Manuel le regaló hace ya tiempo para su cumpleaños, vuelve a la
cocina y enciende el horno. Esta noche no tiene ganas de preparar nada para la
cena. Sacará unas pizzas del congelador. Unos pitidos continuados en el
teléfono le hacen recordar que ni Lucía ni Pedro han vuelto todavía. “Mami, se
nos hecho muy tarde. ¿Puedes venir a recogerme?”. El suspiro de Charo no deja
lugar a dudas de su cabreo. “Hijo, estoy recién duchada, preparando la cena.
¿No puede traerte el padre de Gabi?”. Un emoticono de mueca por respuesta.
“Está trabajando. No ha llegado”. Charo
decide apagar el horno porque sabe que no tiene opción alguna. “Me visto y te
recojo en diez minutos”.
Otra vez el coche, Djavan, zapatillas en vez de tacones.
Vuelve a sonar el whatsapp. Lo mira en semáforo. “Mamá, no me esperéis a cenar,
me voy a tomar algo con el entrenador”. Un emoticono de sorpresa por respuesta.
Charo intenta cantar bajito, incluso sonreír. Como si quisiera convencerse a sí
misma de que es feliz. De que tiene la mejor de las vidas posibles. La que siempre
había soñado. Una mujer autónoma, independiente. La que siempre habría querido
ser doña Carmen. Charo se ríe sola, no puede parar de reírse. Cualquiera que la
observe pensará que está loca. No puede evitar las carcajadas cuando piensa en
lo que diría su madre si la viera así, con el pelo chorreando, con un chándal
de andar por casa y con la cena sin hacer. Eso, una mujer libre.
Epílogo
Alex mira fijamente a la chica que corre por la playa.
Sentando en su moto, y escondido tras las gafas de sol, observa con envidia y
deseo a esa mujer con la que un día intentó ligar en una fiesta y que lo dejó
sin palabras cuando le dijo que a ella no le ponían los tipos chulos. Le habría
gustado contárselo a su padre, pero hacía semanas, meses incluso, que apenas lo
veía. Siempre andaba de viaje. Viajes de negocios. Alex podía imaginar los
kilómetros que hacía su padre sumando las camisas blancas que iba dejando en el
cesto de la ropa sucia. La noche anterior le había enviado un mensaje
diciéndole que no sabía si llegaría a tiempo para el almuerzo del domingo.
Sería una putada que no pudiera estar. El abuelo Ismael cumplía 90 años y
estarían todos sus hijos y sus nietos. Alex está seguro de que el viejo
cascarrabias no tendría más remedio que emocionarse al verlos a todos juntos.
En los últimos tiempos había notado que su abuelo poco a poco había dejado de
ser aquel señor tan serio y autoritario de sus mejores tiempos. Debe costar
trabajo arrastrar el peso que supone ser el fundador del negocio familiar, el
diligente buen padre de familia, el amante perfecto de tantas mujeres. La
abuela siempre decía que de joven el abuelo se parecía a Gary Cooper. Alex se
parece más a la familia de su madre, aunque parece haber heredado del abuelo esa
forma de caminar como si llevara una pistola en cada mano.
La chica con coleta parece haber terminada su carrera y ahora
hace estiramientos sobre la arena. Alex arranca la moto y escapa a todo gas,
como quien huye de su enemigo, haciendo mucho ruido, dejando un rastro de
potencia detrás de él. El sol empieza a despuntar. Va a ser un día de calor. La
chica, después de mirar un lado y a otro, como si comprobara que no la mira
nadie, decide meterse en el agua. Sobre la arena, unas mallas y una camiseta. En
el mar, ella. Desnuda, sola, única.
* Este cuento fue publicado en el volumen colectivo La Constitución ante la crisis de los 40. Cuentos (re)constituyentes, CEPC, Madrid, 2018.
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