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TRES MUJERES Y UN EPÍLOGO MASCULINO


 En memoria de Laura Luelmo 

“Nos han enseñado a tener miedo a la libertad; miedo a tomar decisiones, miedo a la soledad. El miedo a la soledad es un gran impedimento en la construcción de la autonomía”
Marcela Lagarde

Lucía
Lucía es una adolescente de piernas fuertes y mirada decidida. Le gusta correr por la playa, con el pelo recogido en una coleta. Aunque todavía no tiene claro qué le gustaría ser de mayor, no tiene ninguna duda de que haga lo que haga lo compaginará con el atletismo. Muchas de sus amigas no lo entienden, pero para ella correr es como una especie de religión. Es justo al colocarse los cascos sobre sus orejas y empezar a calentar cuando siente que consigue olvidarse de todo y de todos, como si el mundo se redujera a ella misma y al lugar que va recorriendo con sus piernas. En esos instantes es cuando se siente más libre y poderosa, mucho más que cuando en alguna de las clases del Instituto se ve obligada a rebelarse contra profesoras que todavía no han entendido lo que es el feminismo, y no digamos que cuando tiene que pararle los pies a alguno de los machitos que aún no saben que a ella no le gustan los macarras.

Su abuela Carmen es la que mejor la entiende. Aunque pertenezcan a épocas muy distintas, es ella la que sabe leerla entre líneas, la que más le anima a que siga lo que le pida el cuerpo, la que siempre le repite la misma cantinela: “No cometas los mismos errores que yo, hija mía”. A Lucía le encanta pasar las horas escuchando las historias que le cuenta su abuela, entre otras cosas, y porque a diferencia de su madre, no le importa dedicar todo el tiempo del mundo a conversar, a ir tejiendo como una red con palabras mediante la que acaba descubriendo cuáles son las cosas más importantes de la vida. Lucía tiene pocas amigas en el Instituto. Solo Marta y Luisa, a las que conoció fuera de las aulas, parecen hablar su mismo lenguaje. Con las demás no comparte apenas nada: ni su manera de divertirse, ni mucho menos como se relacionan con los chicos. Lucía ha tenido un par de rollos, nada serio, pero siempre acaba aburrida de unos tíos que solo van a lo que van y que parecen no aguantar que ella tenga las cosas tan claras. Va a ser verdad aquello que leyó en un blog feminista de que uno de los principales problemas de hoy en día es que las mujeres están buscando hombres que todavía no existen y los hombres mujeres que ya no existen. Menos mal que Pablo siempre está cerca para hablar con él de cualquier cosa. Una pena que sea gay, ha pensado muchas veces Lucía. Aunque inmediatamente se ha corregido a ella misma y se ha dicho que es fantástico que le gusten los tíos y que el problema es que los chicos heteros que ha conocido hayan sido tan poco dados a ser comprensivos o tiernos. Por eso ella siempre dice, y así lo ha escrito cientos de veces en las redes sociales, que el problema de esta sociedad son los hombres machistas, o sea, “que el problema lo tienen ellos, pero acabamos sufriéndolo nosotras”.

Esta mañana hace fresco. Unas nubes oscuras apenas dejan ver el sol. A Lucía le gusta hacer deporte temprano, cuando apenas hay nadie en la playa, ni en las calles. En más de una ocasión su padre le ha advertido de que es peligrosos salir a esas horas. Ya dejó de hacerlo por la noche, cuando terminaba de estudiar, porque en más de una ocasión tuvo que aguantar a algún gracioso que le hizo sentir miedo. Ya solo sale a correr de noche cuando Pablo se anima a acompañarla. Tampoco se atreve ya a volver sola a casa. Desde que una noche, hace ahora ya un año, un tipo la siguió e intentó acorralarla en un portal, se vuelve siempre en un taxi.

Después de calentar, Lucía corre por la playa, aun despertándose, casi vacía. Solo hay un par de chicos corriendo como ella y algunos hombres mayores caminando. Poco a poco las nubes dejan ver el sol. Al fin va a ser un magnífico domingo de primavera, de esos en los que a Lucía le cuesta tanto ponerse a estudiar. El solecito, el mar, la música, todo son tentaciones, pero se acerca la selectividad y Lucía sabe que tiene que aprovechar el tiempo al máximo. Aunque todavía no tenga del todo claro qué carrera acabará estudiando, es consciente de que una buena nota es la llave que puede darle  mejores oportunidades. Tal vez, piensa mientras corre, no sea tan descabellado estudiar ingeniería informática para así poder también revolucionar Internet. La idea hace que Lucía sonría para sí misma y que acelere su carrera en la playa. Con su pelo recogido en una cola, bien apretada, como se la solía hacer su abuela cuando era una niña.

Carmen
Aunque la memoria ya empieza a fallarle, y a veces los acontecimientos se le vienen a la cabeza de forma desordenada y fragmentaria, Carmen todavía conserva la cabeza en su sitio, a pesar de que sus hijos y sus hijas con frecuencia piensen lo contrario. Es al menos lo que en su día alegaron, como si estuvieran en un juicio, como preámbulo para tomar la decisión de meterla en una residencia. Ella se resistió, peleona, como siempre lo había sido, pero no hubo manera de evitarlo. Era consciente de que no podía seguir viviendo sola, de que la última caída la había dejado más torpe para desenvolverse, y por supuesto entendía que sus hijos y sus hijas apenas tuvieran tiempo. Bastante tenían ya ellos y ellas con la rutina de sus casas, sus trabajos, sus múltiples ocupaciones. Carmen, que tanto se había sacrificado para que Concha, Lola y Paco tuvieran unas vidas desahogadas, pensaba ahora que después de tanta brega, no estaba segura de que fueran todo lo felices que ella había imaginado. Al margen de los divorcios de sus dos hijas, y de la inestable vida amorosa de Paco, el niño malote de la familia, el pequeño que siempre fue mimado por todas, Carmen no lograba entender la obsesión que tenían por el trabajo, la dedicación en cuerpo y alma a sus oficinas, la permanente tensión con que los veía cuando iban a visitarla, sobre todo a ellas, a sus hijas. Paco sí que parecía mucho más relajado en su aparentemente inestable vida.

Carmen, que ahora recoge su escaso pelo blanco en un moño bajo, y que aún conserva ese brillo en unos ojos claros que siempre revelaron que era una mujer muy inteligente, lleva muy mal sentirse cuidada todo el día. Es sin duda lo que más cuesta arriba se le hace en la residencia, que desde que se levanta hasta que se acuesta, haya personas que estén pendiente de ella, recordándole las pastillas que se tiene que tomar, marcándole horarios, restringiéndole comidas, diciéndole cuando debe dormir o ver la tele o salir al jardín. No sabe si eso es cuidar o anularla completamente. A veces, así se lo dijo un día a Lola, que casi estuvo a punto de pegarle una bofetada como quien se la da a un niño pequeño, se siente como en una cárcel. “No debe haber mucha diferencia entre estar presa y esto, Lola. Me están vigilando hasta cuando voy a mear”. Eso, y las comidas, claro, que ella siempre fue una estupenda cocinera, sobre todo de guisos de cuchara, de esos capaces de resucitar a un muerto. En la residencia todo sabe igual, a plástico, a prefabricado. Desde hace unos días incluso ha decidido no bajar a cenar, porque ya está harta de tortillas francesas con el huevo casi crudo, de yogures sin sabor y de pan recalentado.  Prefiere tomarse algo ligero en su habitación. Sus hijas le traen jamón york, flanes, galletas. Pero nada tan bueno como los bombones que su nieta Lucía le trae a escondidas de su madre. Antes de acostarse siempre se toma uno, como quien no quiere que se agote un tesoro, saboreándolo, despacio.  El mejor momento del día.

Ese sabor a chocolate con leche es prácticamente el único que le permite ahora viajar a hasta su casa, a la casa familiar, en la que ella pasó la mayor parte de su vida. Habiéndose casado con apenas 19 años, y en plena dictadura franquista, su destino estuvo bien marcado para siempre. “Yo no he sido infeliz”, le contaba a su nieta, “pero sí que me doy cuenta de que no pude hacer todo lo hubiera querido. Mis padres no quisieron que siguiera estudiando, y eso que se me daban muy bien las matemáticas, como a ti. Me enamoré como una tonta de tu abuelo, al que conocí cuando estábamos todavía en el colegio, y pensé que ese era mi destino. Casarme, tener hijos,  cuidarlos. Tampoco yo tenía a mi alrededor otros ejemplos. Es lo que siempre había visto, en mi madre, en mis tías, en mis vecinas. Años más tarde, cuando los hijos ya volaban por su cuenta, intenté retomar los estudios, pero fue imposible. Tu tía Lola tuvo su primer hijo, tu primo Fernando, y tuve que echarle una mano. Al poco tiempo tu abuelo enfermó y se metió en la cama…  Pero he sido feliz, hija, claro, a mi manera he sido feliz. Me habría gustado viajar más, salir de España, tener mi propio dinero sin necesidad de estar todos los días pidiéndoselo a tu abuelo, que mira que era agarrao para algunas cosas. Cuando murió estaba tan perdida que ni siquiera sabía cuánto dinero tenía en el banco, o a nombre de quién estaba la casa, o si había hecho testamento… El siempre decía que eso no eran cosas mías, que yo qué sabía. Y me mandaba callar. Pues más me habría valido saber algo más porque así me habría ahorrado muchos de los disgustos que tuve cuando murió. Pero sí, Lucía, he sido feliz. Me hizo muy feliz ser madre y no digamos ser abuela. No sé cómo explicártelo con palabras, ya lo vivirás tú, o no, porque ahora las chicas jóvenes parece que no estáis por la labor de ser madres. Es una satisfacción tan grande verlos crecer, estar pendientes de sus cosas, que nada les falte. Mucho dinero no teníamos en casa, pero a mí siempre me gustó que tu madre y sus hermanos fueran bien puestos, limpios y arregladitos, con lo poco que teníamos. Decentes. No te puedes ni imaginar cuántas puntadas he dado yo para que tu madre pudiera llevar un vestido nuevo a las fiestas del instituto, o cuántos bajos he tenido que arreglar en los pantalones de Paco. Eso sí, lo que menos me gustó siempre fue la plancha. No encontraba cuál era el mejor momento del día para ponerme con ella, y piensa que, con tres niños, los tres casi iguales, la ropa se amontonaba y la montaña cada día se hacía más grande. Tu abuelo estaba siempre fuera, trabajando, o con los amigos, y apenas me ayudaba. Bueno, sí, algún domingo le daba por hacer una paella con marisco, cuando erais pequeños y veníais a casa a almorzar, y todos le hacíais tantas fiestas que él se sentía pues lo que siempre fue, el rey de la casa. Yo me sentía feliz por teneros a todos juntos y porque a él lo veía orgulloso, como que se hinchaba y se hacía más grande. Ay, los hombres…. Pero no creas Lucía que no he sido feliz. Nunca me faltó de nada, el abuelo era un hombre serio y formal, a veces muy arisco, pero nunca me trató mal, como sí que yo veía que por ejemplo mi cuñado Ricardo trataba a la pobre Mercedes. Apenas discutimos porque yo optaba por callarme y luego, si podía, cuando él no estaba, intentaba que las cosas se hicieran como yo pensaba que era mejor. Que te cuente tu madre cuántas veces tuvimos que engañar a su padre para que ella pudiera volver tarde por la noche o irse un fin de semana con los amigos. Incluso cuando Lola decidió irse a Madrid a estudiar porque allí estaba la carrera que ella quería, fui yo la que tuvo que arremangarse y coger el toro por los cuernos. Por tu abuelo, ya sabes, ni tu madre ni tu tía habrían estudiado. No quiero ni pensar lo que diría si te viera a ti ahora corriendo por ahí como una loca, medio desnuda. Soltaría una de esas barbaridades que solía soltar y seguiría a lo suyo. Ya sabes que lo suyo era el fútbol en la radio, el café con los amigos en el bar de Manolo, sus paseos por el campo. El nunca llevó bien la jubilación. Se aburría y encima me incordiaba a mí en la casa. De hecho, al poco tiempo de jubilarse cayó enfermo. Pero yo he sido feliz, Lucía, no te creas que no he sido feliz. Solo me agobiaba cuando tu madre o alguno de tus tías estaban malos, o cuando luego tu tío Paco estuvo tanto tiempo sin trabajo, y claro cuando tu abuelo se metió en la cama… Ya sabes que tu abuelo fue siempre un mal enfermo, muy refunfuñón. No soportaba eso de que los demás le dijéramos lo que tenía que hacer. Fue un hombre bueno pero muy mandón, ya sabes, como todos los de su época. Imagínate que después de morirse Franco, en las primeras elecciones, pretendía decirme a quien tenía que votar. Hasta me preparó el sobre con la papeleta. Ahí sí que yo me planté y le canté las cuarenta… Ay, querida, cuánto me habría gustado estudiar, tener mi trabajo, no depender de tu abuelo, saber moverme por mí misma.  Por eso luché tanto para que tu madre y tu tía lo hicieran. Tienes que estudiar, Lucía.  Y no depender de nadie. Hazme caso. Ya me lo agradecerás”
“Doña Carmen, doña Carmen, ¿está usted dormida?” La voz melosa de Angustias, la chica dominica con la que suele pasear por el jardín, la saca de sus pensamientos. “La llaman por teléfono, doña Carmen, creo que es su hija”.  Con pocas ganas, doña Carmen levanta la mirada y se encuentra con la sonrisa de Angustias. Se agarra a ella y poco a poco se levanta. Al avanzar por la habitación se caen por el suelo los papeles que tenía en el regazo, los cuales dejan sobre las losas una especie de reguero, como las migas de pan del cuento. Las fotos de sus hijas, de sus nietas, la única que conserva de su boda, una carta con la tinta medio borrada,  una hojita de oraciones, el prospecto de una medicina, el envoltorio de papel de plata de un bombón.

Charo
Se quita las gafas por unos minutos y se hace un ligero masaje en las sienes. Otra tarde que le duele muchísimo la cabeza, y eso que al mediodía se tomó un paracetamol. Está cansada, muy cansada. Llevo semanas, meses, sin dormir bien y esa falta de descanso le empieza a pasar factura. Ni siquiera le hacen ya efecto las pastillas que le recetó su médico de cabecera. Las primeras noches sí que consiguió dormir como una niña pequeña. Pero luego, cuando fueron avanzando los días, las horas de sueño se fueron acortando y rara era la madrugada que, a las cinco, o incluso antes, no estaba ya escuchando la radio, desesperada. Antes de levantarse, hacía un repaso a todo lo que tenía que hacer en la jornada que tenía por delante. Desde que se divorció de Manuel, y los niños se quedaron con ella casi a tiempo completo, Charo empezó a sentir, mucho más que antes, que necesitaba días de 48 horas. Y no es que Manuel le hubiese sido de gran ayuda en los años que estuvieron casados – él casi siempre estaba de viaje y cuando estaba en casa, apenas sí le veían el pelo -, pero al menos podía acudir a él en algunos momentos que ella necesitaba para sí misma.  Los meses finales del matrimonio, tan complicados, coincidieron además con el tremendo bajón de su madre. Fue tanta la presión que no tuvo más remedio que pedirse una baja. Pasaba entonces más tiempo en el piso de la abuela que en su propia casa. Ella se resistía a irse a una residencia, la misma Charo no estaba convencida de la decisión, pero no le cabía otra salida. Su hermana vivía lejos, su hermano pasaba de ocuparse y ella ya no podía más. Todavía recuerda lo doloroso que fue el día en que su madre abandonó su piso de toda la vida, con una maleta no muy grande y con una bolsa de plástico, de esas del supermercado, en la que nunca pudo averiguar que es lo que escondía. Su madre no lloró, ni montó ningún drama, pero no Charo no olvidará nunca su mirada, la inmensa tristeza de sus ojos, como si fuera un ser desamparado, una niña perdida en mitad del bosque.

Casi arrastrando los pies, Charo se acerca al baño y se echa un poco de agua en los ojos. Se humedece la nuca.  Se queda mirando su rostro en el espejo y hace un gesto de desaprobación, como quien se ve muy fea, o muy vieja, o muy ajada. Hace tiempo que perdió la autoestima. Todavía no ha sido capaz de remontar después del duro divorcio. Y no es que Manuel se lo pusiera difícil, que no fue así, pero ella siempre se lo tomó todo a la tremenda y lo vivió como un terrible fracaso. Y la culpa, siempre la culpa. Esa especie de sombra que la ha perseguido durante toda la vida. Ahora se siente culpable por tener a su madre en una residencia, como antes lo estuvo cuando a las pocas semanas de tener a sus hijos volvió al trabajo, de la misma forma que se echó sobre las espaldas todas las razones que según ella habían precipitado la ruptura de su matrimonio. Y mira que su amiga Leonor le había insistido en que tenía que dejar atrás esa mochila, incluso le recomendó una terapeuta para que le ayudara a salir del bache. Pero Charo siempre alegó que no tenía tiempo, que ya pasaría, que lo que necesitaba era centrarse en el trabajo.  De nuevo había vuelto a equivocarse. Se centró tanto en el trabajo que se olvidó de ella misma, como antes, cuando los hijos eran más pequeños, se olvidó de mirarse en el espejo. Por eso ahora, cuando se mira, casi no se reconoce. Ve a una mujer a punto de cumplir 50, con el pelo poco cuidado, con unas arrugas imposibles en la comisura de los labios y, lo peor de todo, con una mirada que le recuerda a la de su madre cuando salió de su casa con la maleta camino de la residencia.

Charo vuelve a su despacho e intenta terminar el informe que había dejado a medio hacer y que su jefe necesita a última hora de la tarde. Mientras que escribe, sin ser muy consciente de las palabras que teclea, recuerda que al día siguiente tiene que llevar a Pedrito a una revisión del oculista. Cuando apenas lleva escritos un par de párrafos, se detiene y nerviosa anota en su agenda “declaración de la renta”. Se le había olvidado pedir cita con el gestor que le lleva todos los papeles. Antes de cerrar la agenda, anota en un pequeño papel las cosas que tiene que comprar cuando pase por el supermercado antes de volver a casa. Mira el reloj y acelera el ritmo. Hoy tampoco tendrá tiempo de ir al gimnasio. Lleva ya varios días sin hacerlo y su espalda se resiente, pero sí va no llegará a tiempo de preparar la cena, de recoger un poco las habitaciones y de al menos preguntarle a sus hijos qué tal les ha ido el día. Lucía no le preocupa mucho, es una chica con las cosas muy claras, muy independiente, pero Pedrito necesita que estén encima de él, es muy vago e irresponsable. Así se lo comentó su tutora en la última reunión del cole a la que su padre, como casi siempre, no pudo ir. “Es un niño muy inteligente, pero no se concentra, se distrae con una mosca que pase por su lado. Y se deja llevar fácilmente por los compañeros. Necesita algo de mano dura”. Esas palabras le sonaron muy mal, mano dura, le recordaron a lo que solía decir su padre: esta niña necesita mano dura. Menos mal que siempre su madre lograba suavizar la situación y acaba evitando que las manos saltasen de las palabras a los hechos.

Charo consigue terminar el informe. Son casi las ocho de la tarde. Tiene el tiempo justo para sacar unas copias, dejarlas en el despacho de su jefe y salir pitando para el supermercado. Mientras conduce, y escucha en la radio las últimas noticias sobre el lío catalán, va pensando en las próximas vacaciones de verano, aún tan lejanas. Este año necesita irse sola a algún sitio, sin niños, sin amigas, sin nadie. A ver si consigue organizarse con su hermana para que su madre no piense que la ha abandonado, y a ver si Manuel organiza algún viaje con los niños. Eso sería magnífico. Está tan harta de la política nacional que apaga la radio y pone un CD. Música brasileña. A Manuel nunca le gustó la música brasileña, bueno, la música en general. Cuántas veces ha pensado en los últimos meses cómo llegó a casarse con un hombre con el que tenía tan pocas cosas en común. Sí, en su momento hubo atracción física, deseo, lo pasaban bien juntos, pero luego aquello se agotó. Llegaron los niños, las hipotecas, las sospechas de infidelidad que nunca logró probar. “El amor es un gran lazo, una trampa que te aísla”, canta Djavan.

Cargada de bolsas, con el maletín medio arrastrado, Charo llega al fin a su casa. “Lucía, Pedro, ¿por dónde andáis? Acabo de llegar… Que alguien me eche una mano”. Nadie le contesta. Llega a la cocina como puede. Por el pasillo han rodado varias latas de conservas y las galletas que tanto les gustan a sus hijos para el desayuno. La casa está a oscuras y en silencio. Acaba de acordarse de que Lucía tenía entrenamiento hasta tarde en la pista y que Pedro la llamó para decirle que estaría haciendo un trabajo para el cole en casa de Gabriel. Después de colocar la compra en el frigorífico, se quita los tacones y, con prisas, se dirige al cuarto de baño. Abre la ducha y deja que corra el agua. Poco a poco todo se va llenando de vapor. Charo se desnuda y se mete en la bañera. Es su mejor momento del día. Apenas dura unos minutos, pero a ella le da un placer de horas. Solo allí consigue olvidarse del trabajo, de los hijos, de su madre, de su ex, de su jefe. Con el pelo mojado, y con el albornoz que Manuel le regaló hace ya tiempo para su cumpleaños, vuelve a la cocina y enciende el horno. Esta noche no tiene ganas de preparar nada para la cena. Sacará unas pizzas del congelador. Unos pitidos continuados en el teléfono le hacen recordar que ni Lucía ni Pedro han vuelto todavía. “Mami, se nos hecho muy tarde. ¿Puedes venir a recogerme?”. El suspiro de Charo no deja lugar a dudas de su cabreo. “Hijo, estoy recién duchada, preparando la cena. ¿No puede traerte el padre de Gabi?”. Un emoticono de mueca por respuesta. “Está trabajando. No ha llegado”.  Charo decide apagar el horno porque sabe que no tiene opción alguna. “Me visto y te recojo en diez minutos”.
Otra vez el coche, Djavan, zapatillas en vez de tacones. Vuelve a sonar el whatsapp. Lo mira en semáforo. “Mamá, no me esperéis a cenar, me voy a tomar algo con el entrenador”. Un emoticono de sorpresa por respuesta. Charo intenta cantar bajito, incluso sonreír. Como si quisiera convencerse a sí misma de que es feliz. De que tiene la mejor de las vidas posibles. La que siempre había soñado. Una mujer autónoma, independiente. La que siempre habría querido ser doña Carmen. Charo se ríe sola, no puede parar de reírse. Cualquiera que la observe pensará que está loca. No puede evitar las carcajadas cuando piensa en lo que diría su madre si la viera así, con el pelo chorreando, con un chándal de andar por casa y con la cena sin hacer. Eso, una mujer libre.

Epílogo
Alex mira fijamente a la chica que corre por la playa. Sentando en su moto, y escondido tras las gafas de sol, observa con envidia y deseo a esa mujer con la que un día intentó ligar en una fiesta y que lo dejó sin palabras cuando le dijo que a ella no le ponían los tipos chulos. Le habría gustado contárselo a su padre, pero hacía semanas, meses incluso, que apenas lo veía. Siempre andaba de viaje. Viajes de negocios. Alex podía imaginar los kilómetros que hacía su padre sumando las camisas blancas que iba dejando en el cesto de la ropa sucia. La noche anterior le había enviado un mensaje diciéndole que no sabía si llegaría a tiempo para el almuerzo del domingo. Sería una putada que no pudiera estar. El abuelo Ismael cumplía 90 años y estarían todos sus hijos y sus nietos. Alex está seguro de que el viejo cascarrabias no tendría más remedio que emocionarse al verlos a todos juntos. En los últimos tiempos había notado que su abuelo poco a poco había dejado de ser aquel señor tan serio y autoritario de sus mejores tiempos. Debe costar trabajo arrastrar el peso que supone ser el fundador del negocio familiar, el diligente buen padre de familia, el amante perfecto de tantas mujeres. La abuela siempre decía que de joven el abuelo se parecía a Gary Cooper. Alex se parece más a la familia de su madre, aunque parece haber heredado del abuelo esa forma de caminar como si llevara una pistola en cada mano.
La chica con coleta parece haber terminada su carrera y ahora hace estiramientos sobre la arena. Alex arranca la moto y escapa a todo gas, como quien huye de su enemigo, haciendo mucho ruido, dejando un rastro de potencia detrás de él. El sol empieza a despuntar. Va a ser un día de calor. La chica, después de mirar un lado y a otro, como si comprobara que no la mira nadie, decide meterse en el agua. Sobre la arena, unas mallas y una camiseta. En el mar, ella. Desnuda, sola, única.



* Este cuento fue publicado en el volumen colectivo La Constitución ante la crisis de los 40. Cuentos (re)constituyentes, CEPC, Madrid, 2018. 
















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