Mi hijo adolescente, a punto de llegar a esa edad en la que el DNI te dice que eres ciudadano, se toma las uvas de prisa y se pierde en su habitación. Al rato, aparece impecable, con su traje oscuro y su camisa blanca. Me pide que le ajuste bien el nudo de la corbata. Pegado a él, lo siento muy alto, como un globo que va despegándose del hilo y empieza a perderse en la atmósfera. De cerca, las espinillas, la barba protestona y un flequillo nervioso que él ha tardado en colocar en su sitio. Una foto para las abuelas, los sabidos consejos de buena conducta, el olor intenso a la colonia que le regaló su primera novia. Cuando sale de la casa para la fiesta, deja una estela de serpentinas y burbujas. De nervio joven y ganas de probarlo todo. La música que luego bailará empieza a escucharse en sus zapatos brillantes. Cuando cierra la puerta, me quedo unos minutos en silencio. Ni siquiera se escucha el ruido hortera de la tele. Es uno de esos instantes en los que descubrimos lo que significa el paso del tiempo. Ése que veloz hace viejas las noches sin que casi nos demos cuenta.
Los días de Reyes con sus ojos bien abiertos desde la madrugada, los abuelos igual de temblorosos que el pequeño duende que vino a regalarles vida, las comidas eternas y los dulces que se pegaban a las encías, las abuelas sentadas al borde de la silla y que parecían siempre a punto de empezar una carrera, los cuñados y las cuñadas políticamente incorrectos, los huecos irremplazables y Raphael en la televisión, el frío del pueblo y el brasero caliente en tardes de larguísima digestión. La memoria haciendo de las suyas y tratando de convencerme de que la Navidad algún día tuvo su sentido. Los años la fueron convirtiendo después en un pretexto incómodo, en una frontera hacia agendas sin estrenar, en un fragmento de calendario que yo quisiera borrar, como si fuera posible el sueño de dormirme de un tirón y despertar el 7 de enero. Sólo así podría evitar que las luces que se encienden contra el planeta me apuñalen por la espalda.
Ahora, cuando mi hijo despierta el año nuevo a la hora de almorzar, la Navidad se ha convertido en un espejo, otro de esos espejos en los que yo, hombre disidente, me miro para reconstruirme. El futuro que adivino en sus alas adolescentes y la memoria que me reconcilia con la lluvia pasada me obligan a reencontrarme con el hombre cuidadoso y emocional que habita dentro de mí. Con ese caudal que yo siempre traté de tener bien escondido y envuelto en papel brillante de colores. Me quito, no sin lágrimas, las corazas gracias a las que creí ser un hombre como Dios manda y trato de escuchar a la ternura que me insiste al oído. Ésa de la que hui tanto tiempo al entender que ser un machote era incompatible con abrazar, sentir, llorar o, simplemente, saberse vulnerable. El niño pluscuamperfecto que nunca quiso decepcionar a los demás, aunque eso implicara traicionarse a sí mismo.
La fiesta en la que mi hijo bailará hasta el amanecer, y la almohada en la que yo esperaré con la inquietud propia de un padre responsable, me volverán a dar argumentos para seguir trabajando en todo aquello que me negué a aceptar. Será una oportunidad más, a pesar de los villancicos –y de los escaparates que nos confunden al imponernos deseos– para salir del armario de la virilidad e iniciar el año con la luz que me regala saber que reconocer mi fragilidad es una de las claves para ser más feliz. Así, al estrenar mi agenda, no me quedará más remedio que anotar el compromiso de seguir desaprendiendo lo que un día me convirtió en un hombre de verdad.
Artículo publicado en el número 250 de la Revista GQ, enero 2019
Se puede consultar en: https://www.revistagq.com/noticias/articulos/noche-vieja-hombre-nuevo-octavio-salazar/32435
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