Nunca negaré que ser padre es una
de las experiencias que más ha influido en que cuestione mi identidad
masculina, aunque solo haya sido porque tenía muy claro lo que no quería ser.
Cosa distinta es que lo haya conseguido. Cada día, y mucho más ahora que mi
hijo es adolescente, me doy cuenta de los errores que repito, de las
incertidumbres y de la penosa ausencia de un manual que me diga cómo ser un
padre presente, responsable y cuidadoso. Quizás sea una de las luchas que con
más frecuencia provocan que me sitúe delante del espejo y me enfrente a mis
impotencias. Entonces descubro que tal vez alumbrar una nueva masculinidad sea
justamente eso, asumir la vulnerabilidad, renunciar al heroísmo, darte cuenta
de que no hace falta controlarlo todo y de que la vida no es otra cosa que ir
buscando un tesoro con frecuencia sin mapa que nos guíe.
En los últimos tiempos se ha
puesto de moda hablar de las paternidades, de las nuevas paternidades, de esos
nuevos modelos de hombres que lucen niños en los parques, o a los que ya no les
resta virilidad mostrarse cariñosos con ellos en público. Se ha ido creando incluso
una mística en torno a estos varones que, una vez más, y con el pretexto de
mostrar al mundo lo buenos que son, ocupan portadas y aparecen como
protagonistas heroicos. Todo ello mientras que en paralelo la maternidad
continúa sin tener la centralidad que debiera en las políticas públicas y
mientras que para las mujeres tener hijos continúa siendo un obstáculo para su
realización personal y profesional, al tiempo de que por determinados sectores
no deja de alimentarse una visión esencialista que las hace siervas de su papel
de reproductoras. En este complejo contexto, al que habría que sumar la
interesada reivindicación como un derecho de lo que es solo un deseo, el de ser
padre o madre, continuamos sin dar respuestas adecuadas a lo que es el gran reto
del siglo XXI: el reconocimiento social y económico de los trabajos de
cuidados, la efectiva garantía de la corresponsabilidad como un derecho/deber
y, en definitiva, la firma de un nuevo pacto de convivencia entre mujeres y
hombres en el que superemos la división jerárquica entre lo público y lo
privado.
Es decir, mucho me temo que de
nuevo los hombres, o al menos una parte de nosotros, estemos usando el discurso
de la paternidad para elevar nuestro prestigio social y para, bajo esa
cobertura de amantes progenitores, apenas estemos renunciado a nuestro lugar
privilegiado. El mercado, que siempre se alía con quienes tienen poder, en
seguida se ha lanzado a aprovechar este nuevo nicho de necesidades y
expectativas y ha encontrado los eslóganes perfectos para vender lavadoras,
carritos o prendas de vestir que hagan que padres e hijos estemos a la última.
Todo ello mientras que casi nadie reflexiona sobre lo complicado que es ejercer
una paternidad responsable, sobre las grietas machistas que se ponen al descubierto
cuando las parejas se rompen o sobre la dureza que supone cuidar a una persona
dependiente, lo cual no se limita a la sonrisa cálida que recibimos cuando
bañamos a un bebé o a la sensación de vida que nos llega cuando comprobamos que
a nuestro hijo se le han quedado pequeños los zapatos.
Supongo que ser padre a mí me ha
hecho mejor hombre, aunque no sé si efectivamente me ha hecho más igualitario.
A estas alturas, en las que mi hijo ya me mira por encima del hombro, solo sé
que no sé nada. Y que mis agobios, pesares e incoherencias son la mejor prueba
de que tener un hijo o una hija nada tiene que ver con el cuento de hadas que
los escaparates y sus cómplices nos quieren hacer creer.
PUBLICADO EN EL NÚMERO DE DICIEMBRE DE 2018 DE LA REVISTA GQ
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