Con demasiada frecuencia los creadores masculinos, esos genios que durante siglos han dominado las narrativas y los imaginarios colectivos, impidiendo incluso que la palabra que los designa tenga femenino, miran a las mujeres como una especie de muñecas con las que juegan: las visten, las desvisten, las usan de adorno, las maquillan, las convierten en pretexto, las dejan olvidadas en una estantería. En este sentido David Mamet no es una excepción, mucho menos cuando en los últimos tiempos ha dado un enorme giro hacia un neoliberalismo feroz y, al parecer, ha buscado refugio en el judaísmo, que tal vez le dé las respuestas que él, anticipadamente, ya tenía en su mente. Por eso no es de extrañar que el personaje femenino central de su obra La culpa, al menos en la versión que ha dirigido Juan Carlos Rubio y que este fin de semana se ha representado en el Gran Teatro de Córdoba, aparezca en escena justamente como eso, como el arquetipo de la mujer llorona, histérica y, last but non least, suicida. Así vemos a la actriz Ana Fernández vestida como una especie de muñequita delicada, frágil y suponemos que en algún momento deseable. Un objeto de deseo venido a menos que el genio masculino contempla mal herida por la culpa, carente de individualidad y sometida siempre, faltaría más, a los vaivenes de un amor que la convierten en mártir. Las opciones siempre han sido claras para el patriarcado: o santa o puta. Entre medias, eso sí, la marioneta de falda vaporosa y tacón para bailar. Y ya saben, siempre queda abierta la puerta de las venas cortadas para las que son incapaces, según quienes las miras, de alzar el vuelo.
Menos mal que en esta versión de Mamet, en la que pesa demasiado un vocabulario jurídico no adaptado a la realidad española y a la que le habría venido bien una escenografía con más movimiento, quien en la obra original era un hombre, un abogado por más señas, aquí se ha convertido en una mujer sin sedas ni collares. Es decir, en una mujer con poderío que coloca al protagonista, interpretado por un ajustado Pepón Nieto, ante su propia verdad. La que no quiere ver, ni admitir, ni declara. La que lo convierte en un hombre infame, en un mal tipo, en un traidor no ya de juramentos sino de la su propia honestidad. Bastan menos de 20 minutos para que Magüi Mira, con sus botas de amazona, su chaqueta de profesional forjada en mil batallas y su cabello de bruja que pelea para no ser quemada, siente cátedra y nos reconcilie con la verdadera magia del teatro. La que nos coloca delante del espejo y permite que nos reconozcamos en nuestras propias miserias. Un espejo en el que acabamos reconociendo las arrugas, las heridas y las cobardías.
Solo una mujer como Magüi, forjada también en las luchas de quien nunca se conforma con ser la fatalidad hecha cuerpo, puede colocar al espectador en la tesitura de sentirse también interpelado. Puesto en cuestión. Empequeñecido ante el peso enorme de prejuicios, dogmas e intereses. Tan ruines y tan esclavos de las miles de culpas que todas y todos arrastramos ante nuestra incapacidad para ser simplemente responsables. Una tesitura en la que con demasiada frecuencia las principales víctimas son las mujeres (y, claro, los hombres disidentes).
Solo por esos diecisiete minutos de pisadas fuertes sobre el escenario, de vindicación de mujer con mayúsculas, de ventana por la que lanzar al olvido la muñequita linda, merece la pena ver esta función. Demasiado lastrada por los hombres que la han gestado, necesitada de más aire respirado por mujeres. Ese soplo que Magüi Mira es capaz de convertir en pecho airado ante los ojos censores de un siglo XXI en el que continúan sobrándonos jerarcas.
Fotografías: Sergio Parra
Pentación Espectáculos: https://pentacion.com/obras-en-cartel/la-culpa/
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