Las mujeres apenas son visibles
en la Constitución española. Solo aparecen nombradas cuando se regula el derecho al matrimonio
(art. 32) y cuando se establece la obligación de proteger a las madres (art. 39),
a lo que hay que añadir el lugar discriminatorio en el que las sitúa el orden
sucesorio de la Corona (art. 57). Todo
ello en el marco de un pacto social articulado sobre un modelo jurídico
patriarcal y androcéntrico que, como bien deja claro el lenguaje usado en el texto,
nos sitúa a los hombres en el paradigma de una ciudadanía hecha nuestra imagen
y semejanza. Las escasas mujeres que en 1978 participaron de un poder constituyente
masculinizado, y a las que hace apenas unos años al fin pusimos rostro gracias
a la película Las constituyentes de
Oliva Acosta, poco pudieron hacer por darle la vuelta a un contrato social que
continuó arrastrando los lastres del contrato sexual que durante siglos han servido
para convertirlas a ellas en eternas subordinadas.
Por supuesto que en estos 40 años
la sociedad española ha evolucionado y también un ordenamiento jurídico que, no
sin dificultades, ha ido incorporando como uno de sus valores esenciales la
igualdad de mujeres y hombres. Y es de justicia reconocer y valorar que esta
transformación ha sido y es posible gracias al permanente compromiso de tantas
y tantas mujeres que no han dejado de pelear por un mundo en que al fin ellas y
nosotros seamos sujetos equivalentes. No estaría mal pues que coincidiendo con
este aniversario hiciéramos visibles e incorporásemos a nuestra frágil memoria todas
esas mujeres que antes del 78 pero también después han jugado un papel esencial
para que nuestra democracia se convierta en un régimen político digno de tal
nombre. Unas mujeres que, por supuesto, deberían estar presentes de manera paritaria
en el poder que emprenda la necesaria y urgente reforma constitucional que las reconozca
al fin como ciudadanas de primera. Un objetivo que requiere, lógicamente, que
los partidos políticos, los viejos y los nuevos, dejen de obedecer a los pactos
viriles que son los que verdaderamente dan y quitan poder.
Porque más allá de las reformas
territoriales e institucionales, necesitamos un texto constitucional gestado
por padres y por madres, y que apueste por la paridad como uno de los valores
esenciales de nuestro ordenamiento jurídico. Desde dicho principio hemos de
superar los lastres de un modelo de ciudadanía que todavía no ha incorporado a
su esencia política todo lo vinculado con la vida privada, los cuidados o lo
que podríamos llamar el orden amoroso de la vida. Necesitamos un nuevo acuerdo
de convivencia que nos permita revisar espacios y tiempos, poderes y responsabilidades.
Y, para ello, entre otras cosas, necesitamos tener un Estado social fuerte y
sin sesgos de género, además de, por supuesto, unas estructuras económicas que
no sigan alimentando las desigualdades. Es decir, la igualdad efectiva pasa por
superar un modelo económico basado en la concepción depredadora del sujeto protagonista,
así como por ir más allá de una concepción de la libertad que sobre todo
permite que los poderosos puedan convertir sus deseos en derechos. Unas
exigencias que se vuelven más dramáticas que nunca en un contexto global en el
que impera la ley del mercado, no la del más débil.
Ante este reto, que supone entre
otras cosas poner frenos a los “poderes salvajes” que diría Ferrajoli, pienso
que el feminismo es el único pensamiento que, uniendo teoría y práctica, es capaz
de imaginar otros mundos y de ofrecernos respuestas en clave emancipadora. Me temo que solo con la liberación que desde
él se propone, y que alcanza tanto a los
cautiverios de las mujeres como a los barrotes de la masculinidad hegemónica,
podrán ponerse diques a todos los fundamentalismos que nos rodean. Un feminismo
también jurídico que dispone de nuevos métodos y de nuevas palabras para gestar
una Constitución en la que al fin ellas dejen de arrastrar los condicionantes
del sistema sexo/género. Solo así podremos alcanzar eso que el Preámbulo de la
Constitución vigente denomina “sociedad democrática avanzada”. Y sólo así será
posible una justicia social que pasa por hacer de la identidad, la redistribución
y la participación los tres ejes sobre los que convertir en realidad política
la dignidad que a todas y a todos nos corresponde. Nos va la democracia, o sea,
el futuro, en ello.
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