Hay que reconocer que Ricardo Darín es uno de esos pocos actores que da credibilidad a cualquier personaje que le pongan por delante. Su rostro poderoso, su mirada expresiva y su dominio de todos los registros hacen que cualquier película en la que él esté, por mediocre que sea, merezca la pena verla. Es de esas estrellas, aunque no sé si este calificativo le viene bien a un hombre que parece tener los pies bien en la tierra, que sin parecernos inalcanzables hacen posible que sigamos creyendo en el milagro del cine.
En su última película estrenada, dirigida por Santiago Mitre, que hace unos años nos provocó un intenso debate con su tramposa Paulina, vuelve a demostrarnos que solo él es capaz de salvar una película del naufragio. La cordillera es una película que tiene muchas cosas de interés pero, en general, me parece una producción fallida, que tiene un punto de partida magistral, que está bien rodada e interpretada, pero que acaba navegando en tierra de nadie por culpa de un guión al que le sobran varias páginas. Sobre todo las que tienen que ver con la dimensión más personal del protagonista, el presidente de Argentina que acude a Chile a una cumbre de mandatarios de la región, las cuales alcanzan incluso en algunos momentos el ridículo. Toda esa trama de la hija angustiada no sabemos bien por qué, numerito de hipnosis incluido, podría haberse ahorrado y la película hubiera sido mucho más redonda.
Porque lo más interesante de esta última película de Darín es cómo nos muestra las miserias del poder, situándolas en un contexto que casi nos recuerda al hotel de El resplandor, y cómo nos evidencia que la ambición produce monstruos y que las democracias no son más que una tapadera para darle legitimidad aparente a los hilos que mueven intereses privados. Los "poderes salvajes" de los que habla Luigi Ferrajoli. Es justo esa fotografía, poco habitual en un ámbito como el que nos ofrece Mitre, lo más interesante de una historia en la que, en todo caso, he echado en falta algo más de tensión e incluso de "mala leche". Lo que podría haber sido una especie de House of cards a la argentina me deja con añoranzas del matrimonio Underwood.
Eso sí, la película, como no podía ser de otra manera, nos deja muy claro que hay una evidente conexión entre el poder y la testosterona. Aunque vemos creo que son tres mujeres como dirigentes de otros tantos países, ellas apenas cumplen un papel secundario, salvo la Presidenta chilena que, como buena señora, hace las veces de perfecta anfitriona. Los que de verdad mueven los hilos son ellos, los que intrigan a espaldas de la mesa de reuniones son ellos, los que parecen vivir solo para lo público son ellos. Las mujeres de la película son amantes puntuales a las que se las folla, y de las que ni siquiera sabemos su nombre, secretarias aplicadas y con pinta de frustradas, y por supuesto, para que no falte ni un tópico, la hija enferma, histérica incluso, la que nos aparece como medio loca/medio cuerda sin que se nos aclare el porqué de sus delirios. Quizás porque habría sido demasiado ¿feminista? mostrarnos que ella es una víctima de un mundo de hombres. Algo de lo que no veo capaz a un director que en Paulina nos mostró un discurso ciertamente reaccionario sobre la violación y sobre el aborto.
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