La libertad de expresión es sin duda uno de los valores esenciales de la democracia. Ahora bien, como todo derecho fundamental tiene también sus límites. De otra manera sería imposible la convivencia armónica de la libertad, la igualdad y el pluralismo. El respeto a la dignidad de los demás y, por tanto, la garantía de la igualdad como reconocimiento de las diferencias, debe actuar como límite en un mercado de las ideas en el que no todo vale o en el que, como mínimo, no todo puede valer igual. Las líneas rojas son marcadas por las normas penales, las cuales expresan con rotundidad el peso de unos valores constitucionales sin los que no sería posible la paz social. En este sentido, nuestro Código Penal castiga a quienes "fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquél, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad". Es decir, parece evidente que en nuestro sistema la igualdad y la no discriminación, y por lo tanto la no humillación de ninguna persona, debería funcionar como tarjeta roja frente a cualquier púlpito.
Esta lección básica de Derecho Constitucional parece no haber sido todavía asimilada por determinados representantes de la Iglesia Católica que parecen empeñados en demostrarnos lo mal que casan dogmas, poder y derechos humanos. Las declaraciones navideñas del obispo de Córdoba sobre la fecundación in vitro, o las del arzobispo de Toledo sobre las causas de la violencia de género, a las que podríamos sumar las muchas con que ellos y otros jerarcas nos han maltratado en los últimos años, son el ejemplo evidente de un discurso que descalifica, humilla y estigmatiza. Es decir, de un posicionamiento que discrimina desde el punto de vista jurídico y que hiere desde una dimensión ética. Solo desde un elevado nivel de indecencia pueden mantenerse concepciones tan denigrantes sobre los diversos modelos de familia, los derechos de las mujeres o la integridad moral de colectivos como el LGTBI. Solo desde una concepción muy laxa de la misericordia es posible además usar un lenguaje tan ofensivo, cruel en ocasiones, y tan alejado del amor fraternal que predicaba un revolucionario llamado Jesús.
Pero si alarmantes me parecen esos discursos, no mucho menos me lo parecen los silencios cómplices. Empezando por el de una Fiscalía que debería actuar de oficio frente a tales barbaridades, pasando por los católicos que callan y otorgan, y terminando por unos gobernantes que parecen hacer oídos sordos frente a un poder al que continúan regalando privilegios. Me encantaría haber escuchado a algún líder político, y no digamos a alguna lideresa, alcaldesa o presidenta, anunciando medidas contra palabras que rebasan los límites penales y, sobre todo, comprometiéndose a no prorrogar un régimen de colaboración con una institución que discrimina y humilla. Algo que sería impensable, por cierto, si lo analizáramos en relación a cualquier otro colectivo. Las ciudadanas y los ciudadanos deberíamos empezar a exigir más coherencia sobre todo a los representantes de una izquierda que solo es laica de boquilla y que es tan cómplice o más que la derecha con una Iglesia que parece no entender de democracia. Como me temo que tardaremos en ver este compromiso, no estaría de más que regalásemos a Demetrio y compañía un pack con las dos temporadas de la serie Transparent . Para que vayan aprendiendo lo que es el amor, el sexo y la familia. Tres conceptos sobre los que nos dan tantas lecciones cuando por votos han renunciado a ponerlos en práctica.
LAS FRONTERAS INDECISAS
Diario Córdoba, lunes 11 de enero de 2016
http://www.diariocordoba.com/noticias/opinion/obispos-amor_1010415.html
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