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EL PADRE DE LISA

STEVE JOBS, 
Danny Boyle, 2015



Para Oscar, con el deseo de que crezca sin olvidar el peso del corazón.

Un drama en tres actos, material humano que Shakespeare habría convertido en tragedia, teatro a la velocidad del cine de Boyle, el retrato de un hombre paradójicamente "fracasado"... Todo eso, y no un biopic al estilo tradicional, es la película Steve Jobs. Aaron Sorkin, el guionista, y Danny Boyle, el director, han seleccionado tres momentos claves en la trayectoria de Jobs- 1984, 1988 y 1998 - para mostrarnos un retrato nada complaciente del que algunos han calificado como un visionario. Coincidiendo con tres presentaciones espectaculares de sus "productos", asistimos a la puesta en escena del alma turbia de un hombre que, en el fondo, no fue sino prisionero de sí mismo. A través de los diálogos que mantiene con personas esenciales en su carrera y en su vida - su directora de marketing, Joanna Hoffman (estupenda Kate Winslet); John Sculley (Jefs Daniels), director ejecutivo de Apple o Steve Wozniak (Seth Rogers), su socio -, rodados en tiempo real y situados junto antes de tres momentos en los que el público esperaba sus creaciones como si fuera una estrecha de rock, vamos sumando las piezas desordenadas del puzzle. El resultado final es un hombre triunfador en lo público, con habilidades para sortear obstáculos y para renacer de sus cenizas, pero que en el fondo vivió huyendo y sometido a las enormes expectativas que él mismo fue alimentando sobre sí mismo.

El hombre que nos muestra la película de Boyle, más allá del exitoso que algunos veneran como uno de los grandes iconos de finales del siglo XX y principios del siglo XXI, es un individuo que arrastra pesares - esa infancia de niño adoptado y rechazado - y que se ha diseñado una máscara para sobrevivir en un mundo en el que importa más tener que ser y en el que él ofreció el paradigma más absoluto de lo que muchos conciben hoy como felicidad y que no es más que un simulacro. El brillo del diseño, la fugacidad del consumo, la liquidez de las emociones, la velocidad de los instantes. Mil canciones en el bolsillo, el mundo entero en un ratón, la simetría de lo que se vende. Sin embargo, Jobs, tal y como lo vemos en la película, siempre permanece tras el telón, entre bambalinas, recorriendo pasillos y abriendo puertas. Preparando el espectáculo que genera dividendos pero que a él lo  mantiene en un estado de permanente insatisfacción. La exigencia llevada al límite genera monstruos. Y bilis se hace cáncer.  Vivir para morir o vivir muerto.

El Steve Jobs que interpreta con solvencia y credibilidad Michael Fassbender - no importa la falta de parecido físico con el fundador de Apple, los creadores de esta película no querían hacer un telefilm de sábado por la tarde, sino un ejercicio dramático sobre lo más oscuro del alma del protagonista - es un ejemplo más de hombre que ha construido su proyecto vital siguiendo la línea del proveedor. Finalmente confundido porque las líneas de la vida nunca son como un proyecto informático: dibujan más un laberinto que una trayectoria. El genio que tiene que demostrarle al mundo que puede superarse a sí mismo, que puede generar dinero y más dinero, que es capaz de engañar y de vender humo, como también lo es de aprovechar el talento de todos los que le rodean. El icono del referente masculino de un siglo XX en el que la manzana con el arco iris puede ser uno de los emblemas de cómo la felicidad parece medirse en función de la memoria del disco duro y de la velocidad de navegación. El mundo en nuestro manos. Una mentira más que a duras penas disfraza la evidencia de la creciente desigualdad en ese mundo que nos muestran las pantallas. No, no todos somos iguales, porque, de entrada, no todos podemos comprarnos el último modelo de Apple.

La película nos muestra la permanente negación que Steve realiza de la dimensión más emocional de su vida. Lo vemos permanentemente huir de los compromisos personales, del reconocimiento de su fragilidad, de la necesidad de los demás. Puro macho. El héroe y el mago. El que se saca de la chistera ilusiones que cuestan dinero pero que es incapaz de ejercer como sujeto que ama y que necesita ser amado. La permanente lucha con la hija que tardó en reconocer, y con su madre a la que considera una loca que solo pretende sacarle dinero, evidencia sus discapacidades. Las que radicalmente se nos muestran en la escena en que su hija Lisa, aún pequeña, se le abraza  y le susurra que quiere vivir con él. Una hija que le reprocha que ni siquiera ha sido capaz de mentirle para que ella se sintiera feliz, querida, cuidada. El padre ausente, que paga y que ordena, que huye y que pretende poner tiritas invéntandose un cacharro en el que caben mil canciones. El que necesita siempre el contrapunto de una mujer, su directora de marketing, para poner los pies en la tierra, aunque solo sea por unos instantes. El que reivindica a Alan Turing pero que parece no recordar que el "padre" de los ordenadores se suicidó tras haber malvivido en un mundo hecho a imagen y semejanza de los héroes viriles.

No cabe duda que Steve Jobs fue un genio - ese calificativo que, por cierto, difícilmente se conjuga en femenino -, pero también parece que como hombre dejó mucho que desear. "Se puede ser un genio y decente. No es algo binario", le suelta su socio Wozniak en un momento de la película. En esa alternativa parece residir el infierno de Steve. Un infierno que no es muy distante al de tantos hombres que no consiguen superar la racionalidad masculina que les exige estar siempre detrás del telón preparando el show que los demás esperan de ellos. El riesgo, como también se dice en este intenso largometraje, es que finalmente lo que ellos producen sea mejor que ellos mismos. La tremenda paradoja que provoca dolorosas metástasis en el corazón de los hombres que no se atreven a mirarse en el espejo.

Comentarios

  1. Vaya Octavio ! no nos dijiste que también eras crítico de cine!
    Habilidoso analista de las relaciones humanas

    - Un alumno más -

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