Uno de los encantos de la Semana Santa reside en su fugacidad. Todo dura un instante: el paso de una cofradía, la frescura de las flores, los pasos de los costaleros.
Hoy parece que el Domingo de Ramos fue hace años. Y nos quedan más de trescientos días para volver a ver un nazareno por las calles. Por eso es inevitable sentir una cierta nostalgia cuando uno ve un palio alejarse al son de "Candelaria" por la plaza de la Alfalfa, o cuando escucha por última vez - y casi por primera este año - "Madrugá", o cuando al fin siente el sol brillando sobre las cornetas que interpretan "Caridad del Guadalquivir". Incluso en una Semana Santa tan "rara" como la vivida, es posible encontrar el rastro de la Belleza. Yo lo he encontrado bajo la lluvia, dentro de los templos, en la mirada excitada de Abel ante una "revirá" de los Panaderos, ante el silencio de las Penas de San Vicente o ante la armonía de la Esperanza de la Trinidad.
La Semana Santa es la fiesta de la resurrección. De la vida que comienza y recomienza. De la primavera que le vence al invierno. Celebración de la vida más que de la muerte. Pascua de Resurrección. Alegría pues de túnicas blancas y vírgenes niñas.
La gran alegría de esta tarde es que ya queda menos, apenas once meses, para que la Borriquita vuelva a salir de San Lorenzo.
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