Recorro los días violetas de abril con el diario de Juan Bernier en mi mochila. Me acompaña en el avión que me lleva a Palermo, en el tren que me acerca a Sevilla, en las camas de hoteles donde imagino pasiones que susurran las almohadas. Mientras que el Sur vuelve a su performance politeísta de cada primavera, me dejo llevar por sus palabras dolientes y hermosas. Vuelvo con él a la Córdoba de las miserias y de los paseos oscuros, a la ciudad de las campanas y los rumores, a la posguerra española de "sospecha, miedo y muerte", al corazón herido del que siente de otra manera. Turbulentos días del que se esconde, del que se fustiga, del que siente la llamada blanca de las acacias. "Alma retorcida de callejas y lupanares" que parece no entender otro lenguaje que el de la belleza.
Las palabras húmedas, como hierbas mojadas que amanecen, me hablan del dolor de la diferencia, del peso de los silencios humillantes, de las jerarquías marcadas por los vencedores. Con ellas recorro la ciudad conventual, la Córdoba provinciana e hipócrita, la de la sangre y los fusilamientos. "La mentira, la apariencia, la hipocresía". Y detecto en los párrafos algunas esencias que se resisten a desaparecer en este lugar donde todavía sigue costando tanto ser excepcional. La memoria de Bernier se hace nuestra, porque su diario es también el de todo un país de "pan solo". Y duele sentir, como si nosotros fuéramos los protagonistas, "la post-miseria de los harapos", las mujeres públicas de labios mal pintados y los lindos adolescentes que vendían sus cuerpos.
Me emociono con el diario de Juan Bernier en un abril siempre republicano. Versos colgados en los balcones y dolorosas que huelen a jacintos. Llueve como si fuera otoño y a lo lejos una banda de música convierte un pasodoble en lágrimas. Regreso a los cuarenta en esta ciudad en la que todavía hoy son muchos los que sufren el exilio y en la que parecen existir grilletes ocultos bajo los adoquines. Tal vez por ello tengamos tantos poetas, tal vez porque son muchos los que escriben para encontrarse, para hallar consuelo o para seguir soñando. Quizás porque, como Bernier, sigue habiendo algunos que tratan de sobrevivir a "una demasía que" les "punza en su sentir". Y pienso qué distinta habría sido nuestra Córdoba si voces como la del poeta hubieran marcado, con esa demasía convertida en alas, el devenir de una ciudad que ha condenado al silencio a tantos seres excepcionales.
Leo a Bernier y confirmo que una democracia debería ser una república de lectores. De hombres y mujeres capaces de armarse de palabras para con ellas ponerse en lugar de los otros y así asumir que la igualdad no es más que el reconocimiento de las diferencias. Mucho más que la simple tolerancia. Eso es lo que deberíamos recordar y celebrar cada mes de abril, cuando Córdoba se llena de versos, de poetas que cantan y de novelas que brotan de los árboles. Porque en el fondo todos somos seres que caemos.
El gran reto de la democracia es conseguir al fin que cualquier individuo conserve la libertad no sólo dentro de él, sino que sea reconocido como ser libre por los demás. Sin que nadie se vea obligado a clausurar sus horas en un diario, a exprimir en sus páginas la tristeza constante, a sentir como un pecado los deseos que le impulsan. Por eso los ciudadanos y las ciudadanas deberían leer mucho más, porque sólo a través de la literatura es posible reconocer la alteridad. Muy especialmente la de "los perpetuamente callados". Esos que como Bernier descubren que las excepciones son la regla de la Naturaleza y que solo las curvas merecen contarse. Los que también tienen derecho a jugar un papel: "El que está dentro del corazón de cada uno".
Diario CORDOBA, lunes 25 de abril 2011
Diario CORDOBA, lunes 25 de abril 2011
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