Cada viaje a Sicilia es un descubrimiento. La madre de todas las islas encierra tantos tesoros que pareciera que ningún viaje finaliza, que todo comienzo no es más que una continuación, que la belleza siempre está dispuesta a retar nuestras miradas. He vuelto a la isla de las culturas, a la que mejor representa la diversidad del Mediterráneo y he vuelto a ser seducido por sus aromas, por sus paisajes, por las calles de sus pueblos. Me he vuelto a sentir como el Totó de Cinema Paradiso, en ese eterno retorno a la infancia que dicen que es la auténtica patria. Aunque yo pienso que tal vez somos de todos los lugares en los que amamos y somos amados.
He tomado el café con mil aromas de Modica, he vuelto a las playas de Cefalú, al caos seductor de Palermo, al azul intenso y apaciguador que parecía abrazarme en Tíndari, a la belleza paradójicamente eterna de las ruinas griegas, a los colores morados de la cuaresma del Sur, a la pasta con pescado y a los mercados donde las verduras parecen tener ojos y piernas. En estos lugares he vuelto a comprobar lo frágiles y temporales que somos, lo inútiles de muchas de nuestras batallas, lo fugaz que es la felicidad y lo poco que valoramos el instante en que podemos alcanzarla.
Me he dejado acunar por la brisa suave de las noches sicilianas y he sentido finalmente que tal vez un día, en otra vida, fui un pirata del Mediterráneo que encontró el amor en el estrecho de Messina. Con sabor a café helado y a un dulce árabe con almendras.
Y termino el viaje pensando en el siguiente, con la inevitable sensación de que ya soy un poco más de allí y un poco menos de aquí. O que tal vez ese Sur y nuestro Sur son el mismo, con diferentes apellidos, con diversos aromas, con luces que parecen idénticas pero alumbran de manera diversa. Y entonces entiendo por qué en vez de piernas me gustaría tener alas y por qué me dan tanto miedo las raíces. En Sicilia es donde mejor descubro que soy un hombre que no quiere renunciar a las alas que nos permiten volar y alejarnos de la tierra que nos ata. Y así, reabriendo las páginas de El Gatopardo, y sin dejar de tatarear el tema de amor que Morricone escribió para Salvatore, me duermo en la primavera cordobesa a la que le falta el azul del mar de Sicilia.
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