A punto de comenzar un nuevo curso, vuelvo a sentir las inevitables mariposas en el estómago que se repiten cada año, por más que lleve varias décadas dedicado a la docencia. Aunque mi alumnado es mayor de edad, detecto en ellos y en ellas una adolescencia que se alarga, aunque también supongo que mi edad, cada curso más avanzada, me haga verlos casi como menores. No obstante, lo que más descubro en los últimos años, es un estado de ánimo negativo, como si les hubieran cortado las alas y cegado las expectativas. Me preocupan los rostros que distingo entre tristes y pasotas, a veces cercanos a la ira, otras simplemente expresión de un aburrimiento que va más allá de lo que estamos haciendo en el aula. De esta manera se frustra mi anhelo de tener cada septiembre la edad de quienes se sientan en el aula.
Junto a estas actitudes, he empezado a comprobar también que hay en buena parte de ellas, pero sobre todo de ellos, una posición reactiva frente al feminismo y la igualdad. Tal y como constato además en los centros de secundaria donde puntualmente realizo actividades, muchos chicos jóvenes expresan, ya sin ningún tipo de freno, su cabreo incluso frente a unas leyes que sienten que los discriminan, frente a unas mujeres empoderadas que les van ganando terreno y frente a unas personas extranjeras que vienen a quitarles oportunidades. Es fácil seguir en ellos el rastro de los discursos que se expanden en redes sociales y en todas esas comunidades virtuales que se están convirtiendo en refugio de los hombres cabreados.
Tenemos delante de nuestros ojos un problema que no estamos analizando adecuadamente y que, me temo, pareciera que desde muchos ámbitos – educadoras y educadores, padres y madres, instituciones, medios de comunicación – no interesa abordar sino es mediante el recurso fácil al alarmismo y los titulares que hacen de eco de nuestras convicciones. Pienso que estamos dando respuestas muy simples a realidades mucho más complejas de las que con frecuencia nos dibujan noticias que ponen el foco en cómo está creciendo al antifeminismo entre los jóvenes o en cómo los varones son los que en mayor número están apoyando opciones de extrema derecha. Por supuesto, no seré yo quien niegue que hay una reacción frente a las conquistas igualitarias y una oleada (neo)machista que sacude a muchos hombres que se resisten a perder un estatus tradicional y a negociar otras condiciones de existencia con las mujeres. Pero eso es solo una parte de una fotografía en la que con frecuencia aparecen desenfocadas realidades como la creciente precariedad laboral, las limitadas perspectivas de futuro que los jóvenes encuentran en este mundo de crisis climática y desigualdad imparables o la ausencia de proyectos políticos que los hagan protagonistas y les ilusionen. Este vacío, que es especialmente ancho en el caso de los chicos, está siendo ocupado por posiciones reaccionarias y melancólicas que, desde lo emocional, manejan muy bien tanto influencers como políticos y políticas que hacen de la libertad individual la piedra de toque de la rebeldía.
Deberíamos pues hacer una seria autocrítica, especialmente en el feminismo y en la izquierda política, porque es incuestionable que están fallando nuestros modos y estrategias. Estamos siendo incapaces de ofrecer, sobre todo a los varones, un programa esperanzador, que no sea percibido como un catecismo, con sus dogmas y sus castigos, sino como un viaje para el que merece la pena sacarse el pasaporte. Para ello, es fundamental que les demos la palabra, que escuchemos sus miedos, que nos cuenten su rabia, que nos sientan corresponsables y no maestras con la autoridad del púlpito. Y, desde esa conversación, que les hagamos ver, con templanza y alegría, lo jodido que es responder a las expectativas de la masculinidad. Una batalla que, en ningún caso, sitúa a las mujeres como enemigas sino que debería tener la punta de su lanza puesta sobre las injusticias, desigualdades y violencias que hacen de nuestro mundo un lugar cada vez menos habitable.
PUBLICADO EN EL NÚMERO DE SEPTIEMBRE DE LA REVISTA GQ.
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