Cuando pienso en mis abuelas con 74 años, las recuerdo como mujeres muy viejas, atrapadas en rutinas nada creativas y con una apariencia que les hacía estar como fuera del mundo, de nuevo Penélopes pero en su caso ya a la espera de un final próximo. Es indudable que en apenas unas décadas ha cambiado la percepción de las edades, y no solo porque los cirujanos y los filtros nos ayuden a parecer más jóvenes, sino porque los avances en salud y cuidados, y en autonomía muy especialmente en el caso de las mujeres, nos están llevando a un siglo de personas de edad avanzada que continúan imaginando y haciendo. Por ello, cuando veo a Ana Belén en lo alto de un escenario, con los años que yo recuerdo oscuros sobre el cuerpo de mis abuelas, no puedo sino celebrar la vida y ser parte de una fiesta en la que envejecer pueda ser jubiloso, por más que en el caso de la madrileña todo o casi todo parezca un milagro.
Para quienes como yo llevamos toda la vida siguiéndola y admirándola, lo cual significa que también perdonamos sus errores y asumimos sus imperfecciones, que también las tiene, resulta muy difícil escribir la crónica de uno de sus conciertos porque en ellos, irremediablemente, se entremezcla nuestra memoria, hasta el punto de que, al menos en mi caso, es posible convertir cada canción en página de un álbum de fotos que va desde mi adolescencia a mis ya más de cincuenta. Supongo que por esa conexión que me consta ampliamente compartida los seis años que llevaba Ana sin subirse a un escenario para cantar se me han hecho tan largos. Y no solo porque entre medias la pandemia dividiera nuestras vidas en un antes y un después, sino porque es como que en un período tan largo nos quedáramos varados en una estación a la espera de un tren que se retrasa. Al fin, y tras una larga temporada consagrada al teatro y a una vuelta al cine que espero ansioso, la niña de la calle del Oso ha vuelto a Córdoba para mostrarnos, con una cierta prudencia y hasta timidez nuevas canciones, pero sobre todo para recordarnos una biografía compartida que desde los 70 hasta ahora nos ha hecho sentir, con ella, parte de una geografía en la que tantos y tantas nos reconocemos, quizás ahora con más necesidad que nunca en estos tiempos de melancolía y miedos.
Empezar el concierto con el clásico de León Gieco Solo le pido a Dios es ya toda una declaración de intenciones cuando en las calles hemos retomado la urgencia de que la injusticia y la guerra no nos sea indiferente. Vestida con volantes naranjas y con esa fuerza inaudita que triplica su tamaño sobre las tablas, Ana volvió a dejar claro que continúa siendo contemporánea y que eso implica para ella ser parte de un “nosotros” y usar su voz no solo para abrazar corazones, y ofrecerlos, a lo Fito Páez, sino para hacerse eco de las pisadas que hacen hervir el asfalto. Hacerlo con los ojos siempre nuevos, como nos indica el título de su último trabajo y que es una de esas canciones que Víctor Manuel le regala con complicidad de compañero viejo, es otra de las piruetas que hacen de la madrileña patrimonio de una España que, de su mano, acaba siendo, pese a todo, camisa blanca de nuestra esperanza. Esa que nos cuesta mantener ante tanto horror que contemplamos y ante el que Pilar Cuesta no permanece impasible. Así nos lo recordó anoche con la contundencia de una de las más bellas de sus últimas canciones, Que no hablen en mi nombre, escrita por Vicky Gastelo, y en la que en forma de himno íntimo y a la vez colectivo pone rostro a las mujeres de Gaza.
Arropada por seis músicos impecables, bajo la batuta de David San José, ese chico que tanto manda en palabras de su madre, y sin ningún tipo de envoltorio más que un elegante juego de luces y un sonido que ayer sonó en La Axerquía casi perfecto, Ana Belén volvió a demostrarnos que más que una cantante es una intérprete y que, por tanto, en ella habitan multitudes. Con un repertorio incontestable, volvimos a ver a la Ana juguetona y atrevida, pero también a la que parece, cuando canta, atravesada por esas historias de apenas unos minutos en las que vivimos una confesión ante el espejo – Vida -, un amor (im)posible – A la sombra de un león – o una pelea de pareja en la que Ana y sus músicos se acercan al precipicio – La salida no es por ahí. La cantante de Peces de ciudad, que continúa siendo el mejor retrato del mundo disfórico que habitamos, volvió a seducirnos con la eterna Lía, en la que ya no vindica estar atada a la pata de la cama, o con Cinecittà, esa gozada nostálgica y tan cinematográfica que nos hizo soñar con Marcello Mastroianni y la dolce vita. La Italia tan amada por Ana y por mí, y de la que rescató la hermosa Un rayo de sol de Francesco di Gregori. Y, por supuesto, se llevó los mayores aplausos cuando, casi al final de dos horas de concierto, se partió en dos para cantarnos El hombre del piano, casi los mismos que recibió cuando en ella vimos a la mujer que se atreve a hacer la maleta y volar en Desde mi libertad. Todo ello a través de un inteligente recorrido por su inabarcable repertorio y en el que fue saltando de la intensidad a la luz, demostrando una vez más que lo suyo es una suma de talento y trabajo, mucho trabajo, desde una adolescencia en la que su madre le advirtió muy seria que siempre se pagara lo suyo.
La noche de ayer en la Axerquía fue una fiesta en el sentido más democrático del término, gracias a esa magia que solo se produce en los conciertos de las más grandes que son las únicas que pueden sacar a bailar a gentes tan diversas. Fue así como compartimos desde una bachata en Lavapiés hasta el sueño brasileño de Balancé, pasando por himnos que nos hacen sentir parte de algo común. Como si La Puerta de Alcalá fuéramos todos y todas, mujeres y hombres parte de una España que, como diría Agustín Gómez Arcos, también somos los que no llevamos la bandera en la muñeca e incluso quienes anhelamos el violeta que falta.
Ana Belén, anoche, en Córdoba, abrió el asfalto de par en par, como si hubiera sido una invitada “tapada” de Cosmopoética y hubiera traducido en canciones esos versos que este año son el lema del festival. Es decir, Ana fue esa flor que, en palabras de Carlos Drummond de Andrade, “perforó el asfalto, el tedio, el asco y el odio”. Recordándonos que sin esperanza ni utopía no hay vida ancha que valga. Confirmándome una vez más que quererla tanto me cuesta nada.
PUBLICADO EN CORDÓPOLIS, 28-9-25:
https://cordopolis.eldiario.es/cultura/ana-abrio-asfalto_129_12638579.html
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