A veces he pensado que si me gusta tanto el cine es porque soy de esas personas que no tienen clara la diferencia entre la realidad y la ficción. Soy de esos tipos raros que las entremezclan continuamente, no sé si como estrategia de supervivencia o como única posibilidad que tengo, tan ateo, de vivir una suerte de eternidad en el presente. Con frecuencia me descubro reconstruyendo un pasado del que no llegué a ser testigo o del que, aun siéndolo, me faltan páginas del guion. Invento y reinvento la parte de mi familia que me silenciaron y a veces hasta imagino navidades que no existieron o celebraciones alrededor de una gran mesa en la que yo siempre me sentaba intentando que no se me viera. Hay cineastas que han hecho justamente de la memoria, de su memoria, el armazón de su obra y el aliento que recorre unos relatos en los que, sin pudor, se nos abren para que nos miremos como si de un espejo se tratase en sus vísceras. Carla Simón es una de ellas. Así lo demostró con sus dos primeros largometrajes, Estiu 1993 y Alcarrás, y sobre todo lo confirma en Romería, la película con la que he empezado un septiembre en el que siempre recuerdo el Hoy empieza todo de Tavernier.
Debo confesar que me costó entrar en la película, que hubo buena parte del metraje en la que sentí una enorme distancia con respecto a Marina, la protagonista, y su viaje. Sin embargo, y a medida que fui acompañándola en su itinerario de miradas y escuchas, de descubrimientos e interrogantes, fui entregándome a un relato que, si bien mantiene una evidente continuidad con sus obras anteriores, nos revela una autora más madura y arriesgada. Como si las dos películas previas hubieran sido casi un ensayo para llegar a esta radiografía de sus propios agujeros y de sus temblores arrastrados, esos que supongo han sido tan decisivos para hacer de ella la creadora que es hoy. Un retrato personal pero que también es colectivo, porque Romería también abre la puerta de uno de los armarios mejor cerrados de la historia reciente de nuestro país. Ese otro lado de la transición, de los primeros años de la democracia y de unas décadas en las que hubo tantas víctimas de ensoñaciones y travesías. Tantas vidas calladas en lo que es una de las grandes grietas de nuestra memoria democrática. Carla Simón ilumina esa realidad escondida y se atreve, en un giro muy arriesgado, a usar la poesía para mostrarnos la belleza y el dolor. La historia de su padre y de su madre, la historia de un amor y de una caída, pero que es también la de toda una generación que todavía hoy anda a la búsqueda de nombres y apellidos. La que a estas alturas no ha conseguido dar el salto de los diarios a los registros oficiales. Entre medias, y como es una constante en su cine, la familia como ese espacio de todas las tramas posibles, de los abrazos y de las traiciones, de la autoridad patriarcal y de las rebeldías que rompen costuras. Del futuro esperanzado en las sonrisas de los niños y las niñas que crecen.
Con un tono que en ocasiones recuerda al mejor Carlos Saura, y con la ayuda de un reparto muy diverso que de manera ajustadísima nos retrata una sociedad y su ética, Romería no es una película fácil, y no porque recurra a complejidades que alejen al espectador medio, sino porque nos propone un recorrido incómodo, que avanza y retrocede, que de repente se ilumina para a continuación ensombrecerse, que parte de la tierra para luego apostar por la fábula. Por subir a una enorme terraza desde la que vislumbrar el mar en el que Marina se acaba reconociendo, el cuento de los amantes desnudos sobre la playa y la pulsión entre el amor y la muerte como inevitable juego sobre el que se construyen nuestras vidas. Unas vidas en las que quizás la libertad no consista en otra cosa que en esquivar el lugar de víctima.
La apuesta de Carla Simón por ir más allá de su lenguaje habitual, por explorar territorios de ensoñación y de versos, habría fracasado de no haber contado con una protagonista como Llúcia García, un rostro y una presencia que, descubierta en la calle paseando con una mochila, se hace con la pantalla como si no le costara ningún esfuerzo. Con unos ojos que nos permiten dar el salto desde tierra firme a la fugacidad de un velero. Encarnadura de preguntas cuyas respuestas tal vez solo sean posibles desde la imaginación y la compasión. Quizás dos claves desde las que entender el amor, ese que un día se tuvieron el padre y la madre de Marina, en ese país donde parecía que todo estaba por hacer, el que solo puede sobrevivir entre las hojas que ensucian el agua recién depurada de la piscina.
PUBLICADO EN EL BLOG QUIÉN TEME A THELMA Y LOUISE DE CORDÓPOLIS:
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