Vivimos en sociedades edadistas en las que la juventud es un valor en sí misma y en las que imperan unos imaginarios en los que las personas, al sobrepasar el tiempo de la productividad y el escaparate, se vuelven invisibles o, en el mejor de los casos, son tratadas como si fueran, paradójicamente, menores de edad. El lenguaje que usamos a diario está lleno de esa mirada devaluadora sobre los viejos y las viejas, a quienes tratamos como si con los años hubieran perdido su estatus de ciudadanía y no les quedara más horizonte que ser cuidados y tutelados por quienes asumimos con ellos y con ellas un rol paternalista y negador de su autonomía. Nos cuesta imaginarlas más allá de como receptoras de servicios y de relatos que las condenan a vivir entre la resignación y la melancolía una etapa de la vida en la que no les damos la oportunidad de reinventarse. Unos mandatos que cada vez más las mujeres de edad avanzada están desobedeciendo con valentía admirable mientras que los hombres, en general, nos mostramos incapaces de sobreponernos a la pérdida de estatus que implica la vejez y no digamos de todas esas potencias, incluida la sexual, que definieron nuestro lugar erecto y dominante. De ahí tanto lamento y angustia que solemos leer cuando los hombres “genios” reflexionan sobre el paso del tiempo y la cercanía de la muerte. Sirva como ejemplo reciente el poemario “Miserable vejez”, en el que con un título que es toda una declaración de intenciones Luis Antonio de Villena coge el testigo de tantos tipos plañideros por la juventud perdida.
La negación de autonomía y, en definitiva, de una identidad propia, hace que incluso nos resulte impensable, e incluso imagino que para algunos aberrante, que los viejos y las viejas, que es el término que reivindico por enseñanza de Anna Freixas, tengan vida sexual, deseos y piel que continúa hablando y sintiendo. Tal y como en otro sentido pasa con los niños y las niñas, es como si pasada una determinada edad negáramos la realidad de nuestro ser sexual y con una mirada con frecuencia moralista condenáramos a una negación de sus cuerpos a quienes solo somos capaces de ver como abuelos y abuelas. Nuestros mayores. Como si el hecho de acumular arrugas y vivencias los incapacitara para determinados disfrutes en sociedades en las que, paradójicamente, hemos convertido el sexo en uno de esos pasaportes para la felicidad y el bienestar que con perversión a veces manipula el “capitalismo emocional” que habitamos. Si además esos deseos escapan de lo normativo, la invisibilidad se multiplica y es así como, llegadas a ciertas edades, muchas personas de los colectivos LGBTIQA+ han de volver a una especie de armario, en un viaje dramático que a muchas de ellas las llevará al punto de salida del que imagino tanto les costó escapar. Pensemos, sin ir más lejos, en cómo estas realidades no están presentes en las residencias en que muchas personas viejas pasan sus últimos años y en las que suelen obviarse sus necesidades de afecto y de sexo, y en las que además impera una concepción muy heteronormativa de los sujetos, de tal manera que es fácil imaginarse el horror al que han de enfrentarse quienes seguramente con mucho esfuerzo pudieron en décadas anteriores desprenderse de ataduras y silencios. De ahí que opciones todavía escasas, como las promovidas en materia de vivienda en Madrid por la Fundación 26 de diciembre para personas LGTBIQ+ mayores de 65 años, sean más que necesarias para hacer posible que tantas personas vivan su vejez con dignidad y con pleno respecto al libre desarrollo de su personalidad. Un principio constitucional que no decae con el tiempo y que se traduce en todas las herramientas que desde nuestro cuerpo, ese armazón en el que confluyen razón y emoción, activamos a diario para sentirnos dueñas de nuestras vidas. Un compromiso ético y político que debería ser la guía de las escasas y sesgadas políticas públicas que hoy por hoy se ocupan de las vejeces, muy lejos de lo que demandaría abordarlas como una cuestión de ciudadanía. O sea, de derechos y dignidad.
Ojalá la película Maspalomas, que se estrena esta semana y en la que Jose Mari Goenaga y Aitor Arregi han puesto el foco en un hombre gay viejo que se enfrenta a ese contexto edadista que le niega ser quien es, abra muchos y necesarios debates en una sociedad como la nuestra en la que pareciera que todo está conseguido en materia de diversidad sexual y de identidades sexo-genéricas. Nada más lejos de la realidad y mucho menos en un contexto como el presente en el que estamos comprobando la reversibilidad de los derechos y lo tremendamente fácil que es perder lo conquistado. Algo sobre lo que, para empezar, debería tomar buena nota el movimiento LGBTIQA+, tan carente en muchos casos de memoria y en otros tantos de potencia política, tal vez porque la celebración y las siglas, y no digamos las complicidades partidistas, nublan la razón emancipadora. Esa que debería seguir iluminando a quienes, con más pasado que porvenir, continúan siendo sujetos que aman, que follan y que imaginan, por más que nos cueste pensar en ellos y en ellas más allá de la abuela de Cuéntame o del viejo verde de tantos cuentos de terror. Sería maravilloso que Vicente, el protagonista de Maspalomas, como también Maite y Axu, a las que hace unos años vimos amarse en 80 egunean (José María Goenaga y Jon Garaño, 2010), ocuparan nuestros imaginarios y nos enseñaran la belleza que existe en dos cuerpos viejos que se abrazan y que follan. Conscientes de que habitan ese horizonte al que todos y todas desearíamos llegar.
PUBLICADO EN DIARIO PÚBLICO, 27-9-25:
https://www.publico.es/opinion/columnas/vejeces-invisibles-proposito-maspalomas.html
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