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LAS VECEJES INVISIBLES. A propósito de "Maspalomas".


Vivimos en sociedades edadistas en las que la juventud es un valor en sí misma y en las que imperan unos imaginarios en los que las personas, al sobrepasar el tiempo de la productividad y el escaparate, se vuelven invisibles o, en el mejor de los casos, son tratadas como si fueran, paradójicamente, menores de edad. El lenguaje que usamos a diario está lleno de esa mirada devaluadora sobre los viejos y las viejas, a quienes tratamos como si con los años hubieran perdido su estatus de ciudadanía y no les quedara más horizonte que ser cuidados y tutelados por quienes asumimos con ellos y con ellas un rol paternalista y negador de su autonomía. Nos cuesta imaginarlas más allá de como receptoras de servicios y de relatos que las condenan a vivir entre la resignación y la melancolía una etapa de la vida en la que no les damos la oportunidad de reinventarse. Unos mandatos que cada vez más las mujeres de edad avanzada están desobedeciendo con valentía admirable mientras que los hombres, en general, nos mostramos incapaces de sobreponernos a la pérdida de estatus que implica la vejez y no digamos de todas esas potencias, incluida la sexual, que definieron nuestro lugar erecto y dominante. De ahí tanto lamento y angustia que solemos leer cuando los hombres “genios” reflexionan sobre el paso del tiempo y la cercanía de la muerte. Sirva como ejemplo reciente el poemario “Miserable vejez”, en el que con un título que es toda una declaración de intenciones Luis Antonio de Villena coge el testigo de tantos tipos plañideros por la juventud perdida.

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