Hace unos días Carlos Boyero manifestaba su incomodidad con las escenas de sexo que aparecen en el preludio de Maspalomas, expresada, como es habitual en él, con ese tono de desprecio con el que habla sobre todo lo que no forma parte de su mundo. Me imagino que si lo visionado por él no hubieran sido órganos sexuales masculinos ni cuerpos no normativos, y el director hubiera mostrado sensuales mujeres de pasarela, el asco del crítico se habría convertido casi en poesía. En todo caso, las palabras de Boyero constituyen la más evidente expresión de cómo todavía hoy, más allá de las opciones sexuales de cada uno, nos cuesta reconocer a las personas de edad avanzada como seres con sexualidad y deseos. Una mirada edadista que las reduce a una suerte de minoría de edad que supone negarles derechos, dignidad y autonomía. Me imagino que incluso a cualquiera de nosotros nos cuesta imaginar a nuestros padres y a nuestras madres, situados ya en eso que tan estúpidamente llamamos la “tercera edad”, teniendo sexo, o masturbándose o no digamos buscando algún rollo en una aplicación de contactos. De la misma manera a ningún médico que las atienda se les ocurrirá preguntarles por su vida sexual ni a los responsables de la mayoría de las residencias la incluirán en sus decálogos, lo cual las convierte, a las residencias digo, en algo muy parecido a una prisión. Incluso peor, porque las personas privadas de libertad tienen derecho a tener relaciones sexuales.
La recién estrenada película de los Moriarti, que en este caso ha sido dirigida por Aitor Arregui y José Mª Goenaga, con un guion de este último, no solo levanta ese velo con valentía y emoción, sino que adentra también en los obstáculos que todavía muchos hombres viejos homosexuales siguen encontrando para vivir con plenitud su identidad, que es mucho más que una opción sexual. En este sentido, Maspalomas tiene mucho que ver con otra producción del trío genial, La trinchera infinita, porque su protagonista, Vicente, no solo ha vivido escondido buena parte de su vida sino que al llegar a un determinado momento de ella se ve obligado a volver al armario. Y no solo porque el entorno lo propicie, sino también, como la película muestra muy inteligentemente, porque él mismo, con esa homofobia interiorizada con la que tanto nos solemos fustigar, busca refugio en el silencio. Con el rigor narrativo y la sensibilidad que son marca de la casa, Maspalomastiene, además, la virtud de interpelarnos sobre muchas cosas, no solo sobre las evidentes dificultades de un hombre gay para vivir plenamente su vejez. Aunque el eje central es la peripecia vital y emocional de Vicente, de la mano de ella nos enfrentamos a los con frecuencia tormentosos procesos comunicativos que se da en las familias, al peso que las renuncias y los silencios tienen en nuestra libertad y, en un plano más colectivo y hasta político, a las dudosas vías de tolerancia de los diferentes en “armarios gigantes” o a la imperiosa necesidad de atender desde lo público las necesidades de las personas viejas desde el paradigma de su autonomía y no desde una mirada asistencialista y negadora de sus derechos. Una frontera de la dignidad que el COVID nos puso delante de las narices pero que, me temo, hemos vuelto a armarizar.
Pese a que algunas situaciones parezcan forzadas – la entrada del prostituto en la residencia, los cambios luminosos que vemos en ella con una nueva dirección o incluso el papel del cuidador gay - , Maspalomas nos conmueve porque está contada desde la verdad y porque lo hace con la ayuda de un elenco que hace carne sus personajes. Nagore Aramburu vuelve a demostrarnos la hondura de sus registros y nos regala algunas de las escenas más memorables de la película en esos diálogos que la hija mantiene con un padre con el que vive un proceso de reconciliación, de la misma manera que Kandido Uranga nos enternece con su interpretación de un tipo en las antípodas del protagonista pero con el que, sin embargo, Vicente acaba tramando un vínculo afectivo que tanto nos dice de la necesidad de que los hombres, gais o no, nos despojemos de máscaras. Tanto Nagore como Kandido están a la altura de un inconmensurable José Ramón Soroiz, que hace sin duda una de las interpretaciones del año, justamente reconocida en Donosti, y en cuyo rostro podemos detectar todo el viaje de ida y vuela que realiza, incluidas sus tensiones y sus necesidades, sus contradicciones y su inquietud por no dejar que los días pasen sin que él pase por ellos. Su hondura es tal que sin ella me temo que el final de la película, uno de los más bellos que yo recuerdo de los últimos años, habría sido muy distinto. El hace creíble y deseable ese última conversación con la que se cierra Maspalomas, justo antes de que Franco Battiato nos recuerde que “la estación de los amores, viene y va, y los deseos no envejecen, a pesar de la edad”. El final esperanzado de una historia que, sin embargo, no renuncia a advertirnos del riesgo cierto de que lo conquistado se vea obligado a atrincherarse de nuevo en un armario. Aviso para navegantes en este siglo de iras y regresiones, en el que pareciera que hemos olvidado la memoria de Vicente y de tantos como él.
PUBLICADA EN EL BLOG QUIÉN TEME A THELMA Y LOUISE DE CORDÓPOLIS:
Comentarios
Publicar un comentario