Con un guion muy inteligente y medido, en el que no faltan oportunos toques de humor y una cierta ternura nunca subrayada, el director de Truman consigue que empaticemos y que, por tanto, nos creamos, la realidad de la protagonista, una mujer felizmente casada, al menos en apariencia, con un señor que tiene toda la carga positiva que nos transmite el impecable Juan Diego Botto - ¿quién querría separarse de él? - , con dos hijos que ya empiezan a ser independientes, y con un trabajo en el que, como mínimo, la vemos no sujeta ni a la precariedad ni al hastío tan propio de este siglo de cansancio generalizado. Sin embargo, algo falla en ese mapa de afectos y emociones, de horizontes y de presente, que hace que Eva tome la decisión de romper con su pareja, aunque de entrada no haya un argumento de peso que justifique una ruptura sobre la que, faltaría más, quienes están alrededor no dejan de opinar y apuntar. Ella acaba verbalizando, aunque de forma contenida siempre, su necesidad de volver a sentir el amor, esa pasión que chispea cuando conocemos a alguien y, en definitiva, ese punto de desorden y locura que habitualmente no existe en una relación consolidada. Sin embargo, y aunque esa es la referencia que Eva comparte, vamos comprobando, y ahí está uno de los grandes aciertos de la película, que la cosa es mucho más compleja y que tiene que ver, en definitiva, con la búsqueda de un lugar en el mundo que hoy muchas mujeres se plantean tras siglos en los que apenas podían dejar de dar vueltas alrededor de una rotonda. No es casual que el momento crítico de la protagonista coincida con una determinada edad, aunque el número sea lo de menos, lo relevante son sus circunstancias, desde su momento hormonal hasta la mayor autonomía de sus hijos, pasando por ese vértigo que uno empieza a sentir cuando se plantea que ya ha transitado por la mitad de su vida o, en su caso, por ese tiempo de menopausia que solo muy recientemente empieza a vivirse como una liberación. El gran timo para ellas, y de alguna manera es el laberinto en el que Eva está atrapada, es pensar que el amor es la fuente de todas las maravillas. Nada que ver con una realidad en la que empezamos a comprobar, y esto es algo que tiene un indudable sesgo femenino, que la soledad puede no ser un castigo y que los fuegos artificiales no siempre tienen que ver con las perdices del final de los cuentos.
La propuesta aparentemente sencilla, solo aparentemente, de Cesc Gay es creíble y luminosa porque la encarna, y creo que pocas veces ha cobrado tanto sentido este verbo, una inmensa Nora Navas. Sin los matices de su rostro y sin ese poderío que en su caso tiene que ver con la capacidad de mostrarnos una gama apabullante de emociones como quien no quiere la cosa, entre la contención y la vulnerabilidad, la película habría sido otra y, sin duda, habría tenido muchísimo menos interés. Como es habitual en el director, el resto del reparto, incluidos quienes apenas aparecen unos minutos como una maravillosa Mercedes Sampietro tan ausente en las pantallas, cumple a la perfección con ese rol casi de coro tragicómico. Incluso la decisión de contar con Juan Diego Botto en el papel del marido le da sentido a una decisión que tiene que ver con la autonomía de Eva, en el sentido más estricto de la palabra, y no con la obviedad de un contexto dramático o insoportable. El contrapunto del seductor argentino (Rodrigo de la Serna) puede parecer más obvio, aunque lo salva una resolución de la trama que deja las puertas abiertas a que las cosas fluyan, sin necesidad de un happy end propio de una comedia romántica.
Me temo que en una hipotética segunda parte de la historia, Eva continuaría buscando y buscándose, porque es la realidad que me cuentan tantas mujeres heteros y la que yo mismo entiendo cuándo, entre perplejo y preocupado, observo a mis colegas varones. Tal vez estamos destinadas todas y todos a darle una vuelta a los modelos tradicionales de pareja, a los itinerarios tan lineales con los que habíamos soñado una vida plena. Esta es ya una de las grandes revoluciones del siglo XXI, en la que de nuevo las mujeres nos llevan la delantera. Entiendo, pues, que Cesc Gay esté aburrido de contar historias de hombres, sobre todo porque la mayoría de nosotros apenas si estamos intuyendo las ventanas que se abren y las puertas que se cierran. Algo que no cambiará mientras tengamos la esperanza de reafirmar nuestra hombría bajo una camiseta sudada en el gimnasio y con la ayuda de una mujer más joven que nosotros.
PUBLICADA EN EL BLOG Quién teme a Thelma y Louise, de Cordópolis:
Comentarios
Publicar un comentario